domingo, 27 de abril de 2008

Enigma Parte 3

Enigma XX

Seis años después, en 1934, Von Newman, un famoso matemático hijo de una familia de banqueros húngaros, estaba dando un curso como visitante en el King’s College de Cambridge. El curso terminaba con la demostración en la pizarra del teorema de Godel y sus depresivas implicaciones. Quizás nunca se supiese si eran ciertos el tercer teorema de Fermat o la conjetura de Goldbach. De hecho, era dudoso incluso que “cierto o falso” les pudiese ser aplicado. Para ilustrar el tema y volviendo a la tercera pregunta de Hilbert, Von Newman dijo que la cuestión era “si existía una forma mecánica de demostrar su falsedad o veracidad”. Uno de los alumnos más callados era Alan Mathison Turing, que durante dos años dió vueltas a la frase mientras corría por las carreteras alrededor de Cambridge practicando atletismo...Aunque Von Newman, con toda probabilidad, dijo “mecánico” queriendo decir “sistemático y que siga reglas conocidas”, para Turing, que sólo tenía 22 años y muchas inquietudes espirituales, aquello era una cuestión metafísica, con una importancia de primer orden. ¿Es el cuerpo humano una máquina? es decir, ¿son sus estados posibles finitos y determinados o bien son infinitos y/o no deducibles de su estado inicial?Estaba en su apogeo un debate intelectual sobre el determinismo, que Eddington y varios más protagonizaban desde que la mecánica cuántica y el principio de indeterminación de Heisenberg, habían puesto sobre el tapete otra vez el venerable problema planteado por Laplace. ¿Era la cuántica la solución al problema de la voluntad humana versus la determinación (fuera ésta divina, mero producto de la física laplaciana o de ambas a la vez)?. Muchos creían que no y pensaban que eso sólo era una trampilla de escape, que utilizaba el desconocimiento de la manera de funcionar del nivel subatómico de la materia para eludir el problema. Turing había leído mucho sobre cuántica y estaba sumido en un mar de dudas.Era un problema ciertamente difícil, el auténtico nudo de la filosofía occidental, que implicaba problemas religiosos y ontológicos que habían hecho parpadear con respeto al mismísimo Inmanuel Kant. Turing buscó la forma de atacar el problema examinando los límites intrínsecos del pensamiento mecánico. ¿Acaso no era el manejo del lenguaje lo que separaba al hombre de las máquinas? ¿Podía una máquina de estados finitos y determinados por las condiciones iniciales manejar símbolos como una persona?. Según contaría el mismo, un día, descansando en un prado después de correr diez millas, decidió que la única forma de solucionar el problema era describir esa máquina de forma exacta o incluso mejor aún construirla.Tumbado en la hierba, recordó un problema que le desconcertó en su primera infancia. Cuando Turing era muy pequeño su padre se compró una máquina de escribir, y cuando se lo dijo al pequeño Alan, éste quedó boquiabierto. ¿Cómo podía una máquina saber escribir?. Ahora ese recuerdo le permitió abrirse paso en la selva conceptual del “qué somos”, no con el enfoque emocional de la charla moralista, sino con la contundencia abstracta de un hacha afilada por muchos años de educación en la más pura tradición escepticista anglosajona.Supongamos que tenemos a alguien escribiendo, con una máquina de escribir, teoremas matemáticos del tipo usado por Godel. ¿Qué debería hacer la máquina para que no hiciera falta la persona? ¿Qué le falta a la máquina para poder hacerlo sin dejar de ser una máquina?. No olvidemos que Godel había demostrado que toda la lógica formal se puede expresar en forma aritmética. Turing introdujo algunas modificaciones a la máquina de escribir que, aunque no hacían que dejase de ser una máquina, le permitían realizar las tareas simbólicas en lenguaje aritmético de forma automática.En lugar de una hoja, imaginó que usara una tira de papel que no tuviera fin, lo cual no parecía un problema, puesto que era fácil pegar nuevos rollos cuando se agotara el primero. Más importante aún, debía ser capaz no sólo de escribir, sino también de leer y, generalizando el concepto de “escribir”, se le permitiría también borrar, aunque todo ello en una sola casilla, como las máquinas de escribir convencionales. Finalmente, y en otra diferencia menor, debía poder ir adelante y atrás.Una vez planteada esta máquina, Turing dio el paso fundamental y definió sus estados como configuraciones, que variaban según lo que leía en la única casilla activa que tenía a la vez. Es decir, que antes de ponerla en marcha, había que suministrarle una lista finita de estados y unas reglas para escoger entre éstos. La máquina leía la casilla y después, siguiendo las normas del “estado” en que se encontrara, cambiaba o no lo que había escrito (borrando o escribiendo), cambiaba o no a otro estado (es decir “a otra forma de reaccionar”) y se movía o no una casilla en alguna dirección.Seguía siendo una máquina, puesto que sus estados eran finitos y dependían completamente del estado inicial, pero era capaz de hacer cosas realmente sofisticadas. Hacía decenios que se aconsejaba el uso de la base 2 para realizar cálculos, y Turing había imaginado una máquina que trabajaba con dos estados que podían ser asimilados al 1 y al 0, las unidades del cálculo binario. ¿Sería posible que atacase problemas “mecánicos”, como determinar si un número es primo?Trabajando varios meses, consiguió demostrar que su máquina, llamada más tarde Máquina Universal de Turing (o, de forma más familiar, ‘computador binario’) era capaz de realizar cualquier cálculo, si se la dejaba trabajar un número suficiente de pasos y se habían preparado de forma correcta sus estados, cada uno de los cuales incluía -como se ha dicho- las normas para cambiar a otro en función de la ausencia o presencia de un agujero en la posición del papel que estaba leyendo en ese mismo momento.Se tomó muchas molestias para demostrarse a sí mismo que una persona que realizase los mismos cálculos actuaría de una forma análoga a la máquina, y también para examinar las limitaciones de ésta. Descubrió que la máquina solamente podía tratar con lo que llamó “números satisfactorios”, aunque después les dio el nombre más oficial de “números computables”, con el que han pasado a la historia (algunos autores los vierten al castellano con el nombre de “números calculables”). Y así llegó al meollo de la tercera pregunta de Hilbert. Antes de poner la máquina en marcha, ¿se podía determinar mediante un algoritmo si llegaría a un resultado satisfactorio?.Turing usó como ejemplo la diagonalización de Cantor para hallar números irracionales, y demostró que no se podía garantizar que la máquina lo estuviese haciendo bien excepto reproduciendo a mano su trabajo. La tercera respuesta era “no” y por tanto no había forma de esquivar los resultados de Godel. Las matemáticas eran un montaje intelectual y no tenían más trascendencia metafísica que el ajedrez. En palabras de Barrows, “la matemática es la única religión que se ha entretenido en demostrarse falsa a sí misma”. La tarea a la que había pensado dedicar su vida había terminado antes de empezar.Turing escribió su tesis, que era un epitafio a la filosofía matemática y la demostración de que la expresión “fundamentos de la matemática” era una contradicción en sus términos (a menos que se aceptase una total arbitrariedad en los axiomas, como la que modernamente permite considerar p.e. que Tarsky “resolvió” el problema del continuo). Y, por si no fuera suficientemente triste, descubrió que un tal Alonso Church -de Princeton, en EEUU- se le había adelantado por unas semanas, aunque con unos resultados mucho menos generales y que no implicaban máquina alguna.Después de este episodio, Turing vagabundeo por diferentes aspectos de la matemática de la época sin sentir gran interés. Su carácter asocial y depresivo le estaban convirtiendo en un paria, y sus profesores lo enviaron a la universidad de Princeton para que trabajara con Newman y Church. Esta universidad se estaba llenando de exiliados alemanes de la antigua capital mundial de la matemática, Gottingen, la ciudad de Hilbert.Pasó allí dos años en los que hasta cierto punto se acostumbró a la vida universitaria americana. Bajo la égida de Von Newman acometió un ataque teórico a su propia tesis: “¿Y si suministráramos un infinito numerable de instrucciones a la máquina? ¿Y qué tal un infinito numerable de listas, cada una de las cuales contuviese un infinito numerable de instrucciones? ¿Para cualquier orden de infinito del número de instrucciones que hay que suministrar, los pasos a dar para la comprobación son de un orden superior?. El tema le empezó a aburrir, mientras que en sus horas libres encontró un nuevo reto que le hizo sentir emoción otra vez. Había descrito una máquina universal que podía hacer cualquier cálculo… ¿Por qué no construirla?

Enigma XXI

En los EEUU, el desarrollo de la electrónica con circuitos biestables para centrales telefónicas empezaba a mostrar en la práctica lo que en el viejo mundo se había demostrado sobre papel: que una vez reducimos toda la lógica y toda la aritmética a una forma binaria, resulta posible automatizarlas. Turing, con piezas conseguidas en los laboratorios de ingeniería de la universidad, y ayudado por otro residente inglés que le enseñó a manejar la lima y el soldador, comenzó la construcción de un ordenador binario eléctrico de relés. Consciente de que estaba ante algo realmente grande, decidió volver a Cambridge...Volvió a Inglaterra con su máquina -que ya era capaz de multiplicar- en la maleta. Tenía sin embargo planes de interrumpir un tiempo su construcción, para poner en práctica otra idea: un ordenador analógico basado en el aparato centenario para predecir mareas de que disponía la Marina inglesa. Pero no eran las mareas lo que le interesaba, sino uno de esos pequeños problemas que cuanto más se investiga más feo se pone.Gauss tenía quince años cuando formuló la hipótesis de que existe un patrón sencillo (el logaritmo de 10) en la disminución de la abundancia de los números primos a medida que aumenta su tamaño. Cincuenta años después, Riemman describió una función que aproximaba aún mejor la velocidad de disminución. En dicha función había unos términos que parecían tender a cero, pero no encontró forma de demostrarlo. Antes de rendirse, describió otra función en el plano imaginario (que llamó función Z) y demostró que si todos los ceros de esta segunda función estaban sobre la misma recta, entonces la primera función era correcta. No pudo ir más allá porque no consiguió caracterizar los ceros de la función Z.Varios matemáticos metieron cucharada sin sacar nada claro durante tres cuartos de siglo. Ahora, Turing había ideado un método muy sencillo para resolver el tema. En lugar de intentar deducirlo, construiría una máquina mecánica que calcularía todos los ceros de la función Z que se quisiera, hasta encontrar uno que no estuviese sobre la recta. Pidió una beca de 40 libras a la Royal Society para el material y le fueron concedidas.Aunque sabemos que nunca habrían encontrado un cero fuera de la recta porque no hay ninguno en la zona del plano al alcance de la máquina analógica, nunca sabremos cómo habría seguido su vida a partir de eso. Probablemente le esperaba una apacible carrera académica, bien como gurú de la ciencia de la computación que había inventado él mismo, o quizás como catedrático de la asignatura Fundamentos (o no-fundamentos) de la Matemática si al final la computación resultaba ser sólo una curiosidad sin importancia. Pero en el verano de 1938, mientras pulía ruedas de diámetro logarítmico para acometer la criba del plano imaginario, fue visitado por un un escocés bajo y robusto, con un porte típicamente militar, que le fue presentado como Alistair Denniston.Le contó que era el director de una institución gubernamental dedicada al estudio de los códigos y las cifras. Países extranjeros poseían tecnologías muy avanzadas contra las que estaban teniendo problemas. Como seguramente Turing ya sabía, Inglaterra estaba a un paso de ir a la guerra contra Alemania. ¿Era mucho pedir que le echase un vistazo al tema?. El sueldo era pequeñ, pero la universidad se lo complementaría y cuando acabase podía volver.Turing había tenido contacto anteriormente con la criptografía y era muy aficionado a los problemas de lógica de los periódicos. Poco antes de volver a Inglaterra, y con el ingenuo deseo de ayudar a su país contra Alemania, había pensado que su máquina de relés podía servir para cifrar. La idea era convertir el mensaje en números mediante un código y después poner estos en forma binaria, uno tras otro. Para cifrar, se multiplicaba el mensaje en su forma binaria por una clave, también binaria, de la misma longitud. Este sistema presentaba por lo menos dos problemas graves. En primer lugar, él mismo reconocía que si los dos números no eran primos, habría que cambiar la clave en cada mensaje, ya que en ese caso es trivial encontrar el máximo común divisor de dos mensajes interceptados (mientras que separar dos primos muy grandes no es fácil en absoluto, sino al contrario). En segundo lugar, la difusión de los errores de transmisión es máxima, ya que solo un 1 o un 0 fuera de lugar estropea toda la decodificación. En 1938 los principios de Shannon ni siquiera habían sido formulados, y por ello no era fácil hacer evaluaciones exactas de los sistemas criptográficos.Ahora Denniston le ofrecía la oportunidad de ayudar realmente a su país. La criptografía de ese tiempo desconfiaba de los matemáticos y, recíprocamente, éstos la consideraban un arte menor, pero Turing, después de haber visitado los más áridos altiplanos de la teoría matemática, de haber seguido los desfiladeros señalados por Hilbert para llegar de nuevo por otro camino al agujero negro descubierto por Godel, bien podía rebajarse un poco por Inglaterra. Decidió aceptar y con ello dio un paso que le otorgaría una inesperada gloria militar, pero también le llevaría al infierno personal más terrible.Aquella decisión, a la larga le costaría la vida.

Enigma XXII

Todas las armas militares tienen un episodio ejemplar que con el paso de las generaciones se convierte en casi legendario. Para los miembros del SIS la Sala 40 representaba ese papel. La leyenda de la Sala 40 comenzaba un día principios de septiembre de 1914, cuando Sir Alfred Ewing, un escocés, recibió el encargo de formar un grupo para estudiar los mensajes alemanes en morse interceptados por la flota. La inteligencia naval inglesa carecía de criptoanalistas y Sir Alfred era el director del departamento de formación de la armada, además de ser un distinguido científico especializado en tres disciplinas tan dispares como la geología de terremotos, la histéresis (fatiga del metal) y el magnetismo. Durante una comida con el Contralmirante Henry F. Oliver, éste le dijo que tenía cajones llenos de mensajes alemanes interceptados, que le enviaban a él porque nadie sabía qué hacer con ellos. Sir Alfred se presentó voluntario para encargarse y pocos días después llegó su nombramiento…Durante varias semanas visitó la biblioteca del Museo Británico y la National Library para formarse adecuadamente en su nueva tarea. Realizó también varias visitas al Post Office (donde residía el servicio de telégrafos) y al Lloyd’s para aprender sobre el uso de libros de códigos en la práctica. En estos lugares se usaban los códigos con la doble intención de ocultar la información y ahorrar dinero, ya que las compañías comerciales de telégrafo cobraban por grupos de cinco letras. Con un buen libro de códigos se podía enviar un montón de información con muy pocos grupos. Una vez se consideró suficientemente preparado, llamó a cuatro profesores de la academia naval -tres de ellos escoceses- que dominaban el idioma alemán, y a los que conocía por ser sus subordinados. Uno de ellos era Alistair Denniston.Cada día se sentaban los cinco en el despacho de Sir Alfred y revolvían las transcripciones de los mensajes alemanes, tratando de aplicar los métodos aprendidos por él en las semanas anteriores. A paso de hormiga consiguieron deducir partes de los códigos y establecer más o menos una metodología. El futuro no parecía muy prometedor pero no podían descartar ofrecer algo de información al Almirantazgo si éste tenía paciencia.Pronto sin embargo recibirían un premio inesperado a su esfuerzo. En Octubre de 1914 el agregado naval de la embajada rusa en Londres solicitó al Almirantazgo, con el máximo secreto, que un barco se desplazase al puerto de Alexandrov para hacerse cargo de un documento. Les explicó que el septiembre anterior, tras el hundimiento del crucero Magdeburgo, había aparecido en las costas rusas del Báltico,el cadáver de un oficial naval alemán abrazando una bolsa. Trasladada al cuartel general de la flota zarista en San Petersburgo, resultó contener mapas de coordenadas en clave de la zona y el libro de códigos que usaban los barcos alemanes. Los rusos deseaban compartirlo con los ingleses, pensando erróneamente que éstos disponían de un vasto departamento de criptoanalisis.Pocos días después estaba sobre la mesa de Sir Alfred y su esforzado equipo. Constataron que los códigos parecían no coincidir, pero al cabo de unas horas determinaron que los mensajes tenían una superencriptación por sustitución monoalfabética y descifraron todo lo que había sobre la mesa. Sobre este éxito inicial y mediante una combinación de más capturas, brillante intuición y recursos a granel gracias al interés personal del Ministro de Marina, leyeron todos los mensajes que cayeron en sus manos durante toda la guerr,a compilando decenas de libros y descifrando centenares de superencriptaciones. Mediante triangulación determinaban las posiciones de cada barco y por ello sabían lo mismo de la flota que sus mandos alemanes. En 1918, la Sala 40 era un próspero y numeroso departamento aureolado por la gloria de su infalibilidad y el secreto más estricto. Reginald Hall, sucesor de Sir Alfred y Director de Inteligencia Naval, había dirigido la operación Zimmerman, que le había dado fama mundial, aunque ningún detalle de su estructura o modo de operación había trascendido.Pero una vez terminada la Gran Guerra, la Sala 40 fue desmantelada. La Marina quería ahorrarse las nóminas y traspasó la parte del personal que se quedó en el servicio al Ministerio de Asuntos Exteriores, que lo integró como departamento de su propia organización secreta, el SIS (Secret Intelligence Service). Pasó a llamarse -como tapadera- Escuela de Códigos y Cifras del Gobierno (GC&CS en sus siglas inglesas), y heredó de su pasado naval a su nuevo responsable, Alistair Denniston. Para completar la fusión, Hugh Sinclair, almirante de carrera, fue nombrado director del SIS y por tanto jefe de Denniston. Así se ponía fin a la disputa entre el Almirantazgo y Whitehall que había durado toda la guerra y se reconocía la superior efectividad de los componentes de la Sala 40.El Almirante Sinclair era un hombre de gran posición económica que gustaba de la buena vida y los coches rápidos. El SIS se convirtió en su pasión y nunca cesó de hostigar tanto a la marina como al ministerio para que ampliaran el escaso presupuesto asignado. Consiguió que el GC&CS pasara de unos 25 descifradores a más de 40, aunque para ello tuvo que invertir 15 años de discusiones y mucho dinero de su bolsillo. La estrategia que seguía.era reclutar a veteranos retirados de la Marina -que podían vivir de su pensión- y a profesores que cobraban de sus universidades. Con cargo a su propio patrimonio procuraba darles pagas extras de cuando en cuando.Mantenía en escucha más o menos a todas las embajadas, la mayoría de las cuales utilizaban libros de códigos (nomenclátores) superencriptados con algún truco menor como una transposición sencilla o alguna operación matemática elemental de estilo amateur. Las compañías de telégrafo le enviaban una copia diaria de todos los mensajes que pidiera, por lo que material no faltaba y con tiempo por delante era fácil compilar los códigos y divertido encontrar el truquito que algún secretario de embajada ingenioso había inventado con cariño. Además de estas escuchas, con la ayuda de otro escocés, Stewar Menzies, también desarrolló el resto del SIS, creando estaciones por todo el mundo que soportaban extensas redes de agentes.Ese verano de 1938, mientras Denniston visitaba las facultades de Cambridge, graves peligros amenazaban al Imperio. En Extremo Oriente, la influencia inglesa estaba desapareciendo a manos de Japón, que ya controlaba toda China. Japón era, junto con Corea, el único estado no europeo que nunca había sido ocupado por la fuerza. Su tradición militar se había adaptado perfectamente a la evolución de la tecnología occidental. La llegada de la artillería de asedio produjo la construcción de castillos más sólidos que los del propio Vauban. Sus juncos adoptaron la técnica del ataque de fila casi a la vez que los barcos ingleses que derrotaron a la Gran Flota de Felipe II. En el siglo XVII los primeros mosquetes que llegaron a las islas fueron copiados a miles para formar batallones de mosqueteros, que desarrollaron las mismas tácticas que les hacían los reyes de los campos de batalla europeos. Así había conseguido disuadir a los blancos de hacerles a ellos lo que habían hecho al resto de pueblos no-blancos del mundo.A partir del último cuarto del siglo XIX, una industrialización a marchas forzadas le había permitido construir un ejército moderno, perfectamente pertrechado, con el que había ahuyentado a los rusos de las costas del Pacífico. Su flota era la tercera del mundo y tenía acorazados que podían hacer frente con ventaja a cualquier monstruo inglés o norteamericano. Ahora, se permitía hostigar los enclaves ingleses e incluso bombardear sus barcos. En caso de guerra abierta, no sólo Honk Kong, sino Birmania, Malasia e incluso Singapur, estaban seriamente amenazados.Por contra, La India parecía pacificada después de haber estado al borde de la insurrección pocos años antes. Sin embargo, eso se había conseguido aceptando el principio de que “el gobierno de su destino debía ser asumido a la larga por los habitantes autóctonos”. Si debía permanecer en el Imperio, nuevos conflictos se avecinaban.En Rusia, el énfasis de los primeros revolucionarios por evitar la inoperancia del democratismo y por superar el tradicional atraso de su país, había generado una dictadura que aunaba la tradición zarista de autoritarismo sangriento con un industrialismo esclavista masivo. Lo que la hacía más peligrosa era que aparecía como la abanderada de una revolución mundial que pondría fin a la propiedad privada sobre las fábricas y por ello tenía muchos aliados potenciales en la clase obrera de los países occidentales. Había conseguido recuperarse de una terrible guerra civil, y una vez consolidado su poder sobre Asia Central, era previsible que reiniciase la secular presión eslava hacia el sur, amenazando las posesiones inglesas en Medio Oriente que precisamente protegían la ruta hacia la India y China.Sinclair sabía que para mantener el Imperio haría falta luchar guerras largas, sangrientas y de resultado incierto. Pero tal como la mitología de las guerras napoleónicas había alimentado el espíritu victoriano, el recuerdo de las trincheras pudría ahora el de la sociedad inglesa.En 1938 el recuerdo de la Gran Guerra era más vivo que nunca por culpa de una versión Wagneriana del risible dictador de opereta Mussolini. El problema de este pintoresco personaje era que se había apoderado de las ruinas de la Alemania del Kaiser y la estaba reconstruyendo, pero con ese añadido de brutalidad sin alma y de gran escala que parecía ser el sello del siglo XX. Fantasmas del Somme cayendo a miles bajo las ametralladoras, fantasmas del saliente de Ypres tosiendo los pulmones mientras el viento arrastraba un humo amarillo, fantasmas de los hijos que no volvieron, como el del primer ministro Neville Chamberlain, poblaban las pesadillas del establishment inglés, cuando veían al tipo del bigote allí subido, diciendo todas aquellas atrocidades con la energía de un millón de demonios.Ese individuo en particular se estaba convirtiendo en el problema principal y Sinclair repartía en las reuniones su abultado dossier. En él se explicaba la inverosímil trayectoria de Adolf Hitler. Había empezado en política como un veterano de guerra que, desquiciado por la experiencia del frente y la derrota alemana, en 1923 se había sumado en Munich a un tumulto antirepublicano de disconformes con la paz de Versalles. A diferencia de los espartaquistas, que habían sido muertos a tiros sobre el terreno, Hitler y sus compañeros fueron condenados a penas cortas de cárcel. Durante su encierro, Hitler agotaba a los demás reclusos con soliloquios interminables, que mezclaban la charla culta sobre arte e historia de los pueblos germánicos, con delirios sobre la naturaleza debilitadora de la piedad y el humanismo. Hartos de oírle, le propusieron que escribiera sus ideas. Se ofreció como escriba ayudante un tal Rudolf Hess, estudiante de geopolítica, que aportó su arsenal conceptual a las diatribas.El resultado fue un libro paranoico y casi ilegible por su densidad donde se detallaba un Gran Plan para salvar a la Humanidad. El plan consistía en restaurar la ley natural por la que el fuerte vence al débil. Para ello, dividía los seres humanos en tres grupos raciales: dominantes, bestias de carga y bacilos. Los primeros debían gobernar a los segundos, exterminando antes a los terceros para que no pudieran impedirlo. Los alemanes serían la raza dominante, los eslavos las bestias de carga mientras los judíos, los demócratas y los izquierdistas eran los bacilos. Hitler consideraba que la raza judía era proclive a la debilidad humanista, de la cual el marxismo era una manifestación extrema. Este razonamiento cayó muy bien en los ambientes antisemitas de la derecha alemana, aunque seguramente no comprendieron en ese momento las aberraciones que se derivarían de él.Una vez Hitler salió de la cárcel, decidió abandonar la violencia, que tan malos resultados le había dado, y optó por intentar crear una gran organización para difundir sus ideas por todo el país. Hasta entonces, su partido había sido un fenómeno puramente muniqué,s pero ahora se extendió rápidamente por Alemania. El responsable de la sección berlinesa, Joseph Goebbels, tenía también una gruesa ficha en el SIS. Se trataba de un individuo físicamente tullido, con la amoralidad propia de un psicópata, que había fracasado como escritor y poeta, abrazando el periodismo de combate como vehículo expresivo.Al principio había dudado entre los comunistas y los nazis, pero finalmente había decidido que el odio racial era más romántico que la lucha de clases. Sus depuradas técnicas de marketing, mezcladas con un brutal camorrismo callejero, le permitieron dominar la capital en apenas dos años. Goebbels había descubierto que la opinión pública de los países desarrollados funciona como los espectadores de la caverna de Platón, pero lo que proyecta las sombras no son honrados rayos de luz, sino medios de comunicación manipulables a voluntad si uno domina la técnica y tiene poder para doblegarlos. Para gestionar sus huestes, creó un estilo de meeting en el que la manipulación de los sentimientos de la masa mediante un crescendo demagógico y de retórica cada vez más violenta, conseguía hacerles explotar en un éxtasis de odio.En 1930, Hitler y Goebbels unieron sus fuerzas en una campaña electoral frenética de estilo americano, que llevo al NSDAP de seis a más de cien diputados. La mezcla de demagogia populista y milenarismo racial resultó muy adecuada para llenar el vacío sentimental de las clases medias alemanas, que habían visto el naciente imperio del kaiser Guillermo II, convertirse en una débil república sometida a Francia y azotada por crisis económicas que más bien recordaban a las plagas de Egipto que a fenómenos sociales reconocibles. La interpretación de Hitler del estilo de meeting de Goebbels resultó una bomba que conseguía auténticos orgasmos colectivos de adrenalina, causando a los participantes una sensación imborrable de pertenecer a algo trascendente.Sin embargo, nuevas campañas electorales aún más espectaculares mostraron que el partido nazi tenía un techo en torno al 30% del electorado y que difícilmente crecería mucho más. En 1933 -cuando parecía que su partido empezaba a resquebrajarse después de perder las presidenciales contra Hindenburg, el héroe de Tannenberg- una carambola política dio a Hitler la cancillería, que le entregaron el resto de partidos de un gobierno de coalición por un tiempo limitado hasta las elecciones. Los nazis prendieron fuego al parlamento y acusaron a los comunistas. En medio de la conmoción creada, Hitler se apoderó del país, exterminando cualquier sujeto político ajeno sí mismo y fundando un Tercer Reich, que por ello no celebraba elecciones.Su política exterior consistía en denunciar las injusticias de Versalles y actuar al margen del tratado, rearmándose a toda velocidad. En 1935 dejó de obedecer una de las cláusulas más odiosas, que le impedía tener fuerzas militares en algunas zonas de su propio país. La clase política inglesa aceptó, pensando que si restituían a Alemania una parte de lo que se le había robado en Versalles, volvería el equilibrio surgido del Congreso de Viena, en el que Francia, Rusia y Alemania se neutralizaban mutuamente. Pero lo que se le había negado a la República de Weimar, y que quizás hubiese ayudado a evitar su colapso, ya no era suficiente. A partir de ese punto, Hitler había comprendido que todo el mundo temía la guerra menos Alemania y comenzó a sacar partido de ello.Desde 1933 en adelante, Sinclair contaría con información de primera mano provista por su agente estrella F. W. Winterbotham. Winterbotham había querido ser un oficial de caballería desde la infancia. Cuando cumplió 17 años se alistó para luchar a caballo en la Gran Guerra. Al llegar al cuartel descubrió que los Royal Gloucester Hussars, su regimiento, estaban siendo entrenados para luchar a pie. La decisión se había tomado después de varias masacres de caballos en la tierra de nadie, cuando intentaban alcanzar las trincheras alemanas saltando las alambradas bajo el fuego de las ametralladoras. Winterbotham oyó que la Royal Air Force estaba buscando voluntarios para subirse a los cajones para pájaros que se usaban como aviones de reconocimiento. Al poco tiempo volaba sobre Francia haciendo fotografías. Como demostró una cierta pericia, pronto consiguió convertirse en piloto de combate, siendo derribado (según la leyenda) por el Baron Von Richtoffen en persona.Se salvó de morir en el consiguiente aterrizaje forzoso, pero cayó detrás de las líneas enemigas y pasó el resto de la guerra en un campo de prisioneros alemán. Al volver a Inglaterra descubrió que siendo prisionero de guerra había acumulado no sólo su paga, sino además una gran prima mensual. Con ese dinero se pagó la carrera de Derecho en Oxford. Al terminar, decidió dar la vuelta al mundo antes de buscar trabajo. Cruzó África de norte a sur siguiendo las posesiones inglesas por Sudán, Kenia y Rodhesia en un safari de miles de kilómetros. Desde allí fue a Australia y, como el dinero se le había acabado, trabajó como vaquero. Después cruzó el Pacifico para trabajar como leñador en Canadá.Finalmente volvió a Inglaterra, pero con tan mala suerte que llegó el año 1929, al comienzo de la Gran Depresión. Como no encontraba trabajo, sus antiguos amigos de la RAF le ayudaron a entrar nuevamente en el servicio. Apenas había aviones y por tanto más bien sobraba personal. Sin embargo, se estaba formando una rama de inteligencia aérea y fue asignado allí para trabajar junto con el SIS de Sinclair, puesto que hablaba francés y alemán fluidamente. Durante tres años intentó con poco éxito formar una red para vigilar el cumplimiento del tratado de Versalles, que impedía a Alemania tener ningún tipo de aviación. Las pocas fuentes que tenía desaparecieron, amedrentadas por la llegada de los Nazis al poder.Entonces Winterbotham se hizo nombrar agregado a la embajada en Berlín y empezó a frecuentar las fiestas del cuerpo diplomático. Allí trabó conocimiento con varios jerarcas nazis. Les mostró el respeto que le merecía la forma como habían sacado a su país del caos y deploró las condiciones humillantes de Versalles. Ante su simpatía, florida conversación y sensibilidad por el punto de vista alemán, comenzaron a invitarlo particularmente a sus propios actos sociales. Escalando, consiguió llegar a compartir mesa con Rosenberg, ministro de asuntos exteriores y uno de los filósofos oficiales del partido Nazi.Rosenberg simpatizó mucho con él y de la charla pasaron a la confidencia. Winterbotham le dijo que en Inglaterra mucha gente admiraba su partido, pero que por lógico patriotismo veían con preocupación el rearme alemán. Rosenberg le aseguró que Alemania no tenía nada contra Inglaterra. Siguieron muchas charlas y paseos, en los que los dos discutían cómo hacer para que los intereses de sus dos países no chocaran. La amistad fue tan íntima como para que Winterbotham llegara incluso a ser presentado al canciller Adolf Hitler.Una vez instalado en el núcleo de poder alemán, Winterbotham jugó la carta del inocente amateur cuando sus interlocutores empezaban a hablarle en voz baja de cómo se preparaban para construir un imperio que duraría mil años. Para satisfacer su amable curiosidad sobre los medios a emplear, le contaron que los antiguos pilotos de la Gran Guerra habían fundado clubes de aviación donde entrenaban sistemáticamente a docenas y docenas de pilotos. Ése fue su primer descubrimiento, pero seguirían muchos más.A medida que los nuevos tratados firmados durante los años treinta relajaban las condiciones de Versalles y el rearme se hacía menos clandestino, Winterbotham fue introducido más y más en el Gran Plan. Se trataba de invadir Rusia, esclavizar a los eslavos y crear un imperio desde el Pacífico hasta el Báltico. El mundo de los siglos venideros estaría dominado por los tres imperios que se repartirían el mundo: América, el Imperio Británico y el nuevo Imperio Alemán. Los americanos dominarían a los latinos, los alemanes a los eslavos e Inglaterra al resto de razas (con permiso de los japoneses). Una perspectiva ciertamente fascinante -reflexionaba en voz alta Winterbotham- pero Rusia era un enemigo poderoso. ¿Cómo podrían vencerlo tan completamente?. Sus interlocutores le desvelaron poco a poco muchas de sus nuevas ideas para conseguirlo, como la guerra con unidades acorazadas seguidas de infantería motorizada, el bombardeo en picado para apoyo a tierra, los paracaidistas, la coordinación por radio, etc... Para que lo comprendiera mejor, le presentaron a cierto número de generales, algunos de los cuales no tuvieron inconveniente en invitarle a presenciar el entrenamiento de sus unidades. Estos generales deseaban mostrarle su poder, porque la idea de luchar a la vez contra Inglaterra y contra Rusia les horrorizaba. Pensaban que era bueno que los ingleses se enteraran de lo poco conveniente que era entrometerse en los planes del Reich.Winterbotham enviaba a Londres dos tipos de mensajes. Por valija diplomática convencional enviaba textos melifluos defendiendo el punto de vista alemán sobre Versalles. Muchos de estos mensajes llegaron a manos alemanas, reforzando su posición. Sin embargo, por el canal secreto del SIS, enviaba sobrias enumeraciones de todo lo que había visto y oído. Descripciones de aviones y tanques nunca vistos por ojos ingleses, tácticas de guerra de movimiento, nombres de unidades, lugares de acuartelamiento, etc... así como estimaciones perentorias de la agresividad intrínseca de la ideología nazi. Con su información, Sinclair pudo construir el cuadro general en el que encajaban todo el resto de detalles que le enviaban sus redes.Con preocupación creciente, tomó nota de la reproducción del fenómeno simbiótico entre el estado mayor del ejército, heredero de la tradición prusiana y la gran industria alemana. Esta combinación había producido grandes avances técnicos, como el fusil de retrocarga y la artillería de acero que habían sustentado la política Bismarkiana y el intento del kaiser de sentarse por la fuerza en la mesa de las potencias mundiales.Ahora estaba produciendo un ejército mecanizado, con miles de tanques y una flota aérea ultramoderna. Hitler compraba para su ejército todo lo que la industria pudiera fabricar y le daba presupuesto ilimitado para hacer maniobras a gran escala. Los generales se sentían felices viendo aquella máquina de guerra y soñaban con la ocasión de cubrirse de gloria en los campos de batalla en que habían combatido en su juventud como tenientes y capitanes.A partir de 1937 los agentes del SIS percibieron una especie de aceleración, que los confidentes de Winterbotham atribuyeron a que Hitler había sido advertido por un vidente que vivía en su corte de que moriría joven, y por tanto debía ponerse manos a la obra inmediatamente. Ese mismo año ocupó Austria en una operación relámpago, bajo la cobertura de la propaganda de Goebbels, que ahora tenía por objetivo al mundo entero. A Sinclair no le cabía duda de que ése no sería el último paso, y que pronto habría una guerra en la que los enemigos de Alemania llevarían las de perder. Pero hasta 1938, ni siquiera la minoría vociferante que en el Parlamento hostigaba a Chamberlain por su política de apaciguamiento de los Nazis, creía que sus preocupaciones fueran nada más que la paranoia normal en un responsable de inteligencia. El tal Winterbotham era un filo-nazi, tal como sus mensajes al Ministerio de Asuntos Exteriores demostraban, y por tanto sus comentarios debían ser tomados con pinzas.La mayoría de analistas pensaban que Hitler se detendría en cuanto percibiese una amenaza inglesa suficientemente firme, tal y como solía hacer Mussolini en el Mediterráneo con sus reivindicaciones sobre la costa Dálmata. Sinclair pensaba que no era así, porque Mussolini utilizaba la retórica y la escenografía fascistas como un medio para mantenerse confortablemente en el poder disfrutando de sus prebendas, mientras que Hitler quería utilizar el poder para llevar a cabo su Gran Plan: restaurar el gobierno de La Reina Cruel (como llamaba él a la Naturaleza).Cada vez más, en las reuniones con los políticos y en las comidas en los clubs, Sinclair dejaba de lado la situación en Asia y señalaba Alemania como el tema del día. ¿Hasta qué punto estaban dispuestos a aceptar que Alemania dominase Europa Central o quizás, si sus delirios se cumplían, más de la mitad del continente Euroasiático? ¿Podían estar seguros de que con eso se conformaría? ¿Lo aceptaría Francia? Como principal potencia mundial, Inglaterra no podía abandonar a su suerte a los eslavos, y menos a los franceses, que verían con muy malos ojos ese imperio en ciernes. El mensaje de Sinclair a los políticos era que si en algún momento Inglaterra intentaba realmente obstaculizar a Hitler, se vería envuelta en una nueva guerra con Alemania, y que tenía muchas posibilidades de perderla catastróficamente.Un día de 1938 Winterbotham estaba de vacaciones en Inglaterra cuando le llegó un mensaje personal de Rosenberg. Le decía que no volviera a Alemania, porque en ciertos ambientes se sospechaba mucho de su insaciable curiosidad y era probable que fuera encarcelado como espía. Hundida finalmente su tapadera (en Alemania, porque en Inglaterra persistían las sospechas sobre él) Winterbotham no se dio por vencido. Con aviones capaces de volar a gran altura, equipados con una cámara especial inventada al efecto, dirigió una extensa campaña fotográfica, basada en la información reunida hasta entonces.Esto dio a Sinclair unas espectaculares imágenes que mostrar en las reuniones, con cientos de tanques y aviones alineados y preparados para empezar. Los analistas militares coincidían en que la guerra entre Inglaterra y Alemania, caso de producirse, sería fundamentalmente aérea. Flotas de bombarderos se cruzarían sobre el Canal para destruir las ciudades enemigas, hasta que uno de los dos países se rindiera. Sería una guerra de aniquilación, en la que morirían civiles por millones. Cada tonelada de bombas sobre Londres mataría a unas 15 personas, dejando otras 30 heridas. Con las fotos en la mano, cabía esperar unas 3.500 toneladas diarias. Por tanto morirían 50.000 personas por cada día de guerra, y en apenas un mes Londres sería un enorme cráter. Eso si los alemanes no usaban gas venenoso, en cuyo caso bastaría una semana para convertirla en una ciudad fantasma, aunque con sus edificios en pie. Había un fuerte debate sobre si era mejor construir bombarderos para poder contratacar sobre las ciudades alemanas o si era mejor construir cazas para defender las propias.Durante muchos años habían dominado los partidarios de los bombarderos, puesto que se decía que no había forma de que los cazas detuvieran el bombardeo desde gran altura sobre las ciudades ya que no tenían tiempo ni de llegar a esa altura antes de que los alemanes descargasen todas las bombas. Era un debate intelectual, porque durante esos años no había dinero ni para una cosa ni para la otra. Ahora por fin, ante esas fotografías e informes, el gobierno de Chamberlain decidió poner dinero. Pensaron que no tenían tiempo de construir una flota de bombarderos que diese suficiente respeto a los alemanes como para disuadirlos de atacar y, por tanto, aconsejados por una minoría de oficiales, obligaron a la RAF a equiparse para defender el cielo de su país, por difícil que eso fuera. No pusieron mucho dinero, pero en seguida saturaron la capacidad de fabricación, puesto que había pocas fábricas en funcionamiento, después de tantos años de restricciones causadas por la Gran Depresión.Con tan pocos cazas a disposición, Sinclair tenía claro que en caso de guerra las oficinas del SIS, en pleno centro de Londres y cerca de donde cada día se efectuaba la parada de los granaderos del rey, era un lugar muy peligroso y poco conveniente. Compró con su propio dinero la mansión de Bletchley Park, y utilizó la miseria de presupuesto que le habían dado para ampliar la plantilla hasta el doble de personal. Por ello había enviado a Denniston a Cambridge, a reclutar a cualquiera que pareciese lo suficientemente inteligente y aceptase el sueldo.A finales de Agosto Hitler estaba a punto de invadir Checoslovaquia, para quedarse una provincia del norte de mayoría alemana. Goebbels afirmaba (falsamente) en la prensa internacional que los alemanes checoeslovacos sufrían abusos de todo tipo e incluso asesinatos arbitrarios, por lo que era el deber de Alemania proteger a sus hermanos. Chamberlain se mostró más duro de lo habitual, porque se daba cuenta de que le habían tomado el pelo y que Hitler daba por descontado que no haría nada. Las notas diplomáticas subieron de tono y se habló de guerra, con indirectas cada vez más explícitas.Sinclair decidió que había llegado la hora y envió al SIS a Bletchley Park, para hacer frente a cualquier eventualidad. Un convoy de camiones militares camuflados se dirigió hacia el norte, mientras muchos de los miembros del GC&CS los adelantaban alegremente en lujosos automóviles privados.Conduciendo como un poseso, junto con varios compañeros desprevenidos a los que había invitado a su coche, Dillwyn Knox aplicaba su peregrina teoría de que la forma más segura de pasar un cruce es a la máxima velocidad posible, puesto que eso minimiza el tiempo de riesgo. Knox era un veterano de la Sala 40 y una leyenda viviente. Seguía la tradición típicamente inglesa de que el genio verdadero debe llevar aparejada una cierta dosis de locura.Después de graduarse en lenguas clásicas en el King’s College de Cambridge, fue aceptado como profesor en 1910. Al comienzo de la Gran Guerra intentó alistarse como mensajero, ya que era un experto motorista y ofreció llevar su propia moto al frente. Sin embargo, en lugar de eso fue enviado a trabajar en el ID 25, nombre clave de lo que sería conocido como Sala 40. Allí se reveló pronto como el genio que era, y en una hazaña en solitario había liquidado, sin apenas material, el código usado por el comandante de la flota alemana. En 1931 un violento accidente con la moto le había obligado a dejarla para siempre y a cojear el resto de su vida. En 1936, cuando estaba a punto de dejar el servicio para volver a la universidad, apareció el desafío de Enigma y decidió quedarse, a pesar de sus crecientes problemas de salud que le llevaron a ser operado del estómago con un diagnóstico muy poco tranquilizador. Denniston tenía plena confianza y le puso al cargo del equipo que trabajaba sobre Enigma.Al llegar a la mansión, los miembros del GC&CS pasearon extasiados por los jardines, admirando el laberinto de setos, el lago, los grandes parterres de rosas y la campiña inglesa extendiéndose ante ellos gracias al ingenioso aprovechamiento del terreno que ocultaba el muro que circundaba el finca. Estaban alojados en hoteles de los alrededores, pero las comidas las tomaban en BP. Sinclair había hecho venir al chef de su restaurante favorito, el Savoy, y cada almuerzo era un acontecimiento gastronómico. El chef era un hombre muy temperamental y cuando agentes del SIS le interrogaron, intentó suicidarse. Le habían considerado sospechoso por ser italiano. Aunque corrió el rumor por Londres de que algo raro había pasado en el Savoy, no se llegó a relacionar con la mansión y las jornadas de caza fuera de temporada.Knox no estaba de acuerdo en que se contrataran matemáticos ya que consideraba que eran una molestia, pero como Turing era una celebridad en los ambientes académicos, no le dedico más que una fracción de su tradicional mal humor. Se habían conocido poco antes en Londres y con toda probabilidad Turing se debió comportar como el buen alumno, callado y reflexivo, que había sido en el King’s College. Knox consideraba que sus métodos eran algo evidente que se aprendía por sí solo, por lo que en la primera y única lección le explicó los trucos de veterano. Turing tuvo que hacerse él mismo la versión larga de la explicación.

Enigma XXIII

La aparición de máquinas electromécanicas a principios de siglo había resucitado una antigua idea que parecía enterrada, una vez el método de Vigenère había sido roto en el siglo XIX y casi todo el mundo se había volcado hacia los libros de códigos. La idea era utilizar cifrado polialfabético con alfabetos no relacionados entre sí. El problema de los cifrados polialfabéticos era que si se acumulaba suficiente criptotexto y se conseguían discriminar los caracteres cifrados con cada alfabeto, bastaba resolver los diferentes cifrados monoalfabéticos, lo cual es realmente trivial. Con las máquinas se conseguía que el mismo alfabeto sólo se usara una vez cada varias decenas de miles de caracteres, convirtiendo el trabajo del descifrador en una tarea de titanes...Y un titán es lo que era precisamente Knox. Una vez los cifradores habían renunciado al lápiz y al papel para cifrar, Knox había inventado un método de lápiz y papel que era capaz de derrotar a las máquinas. El método era heredero de un estudio de Hugh Foss, que ahora estaba trabajando contra la máquina Tipo A japonesa. A partir de las frases sueltas de Knox y de sus propias deducciones sobre ellas, Turing empezó a compilar un manual sobre el método, conocido como “rodding” en el argot (“cliks&rods” para los contemporáneos, “bâtons” para los franceses, “Knox-Candela” para los historiadores y “de los isomorfos” para los criptógrafos matemáticos).El rodding era extremadamente laborioso y requería una gran intuición, además de paciencia interminable. Seguía la metodología de “la palabra probable”, por lo que era necesario deducir del contexto del envío del mensaje una palabra que supuestamente saliese en el texto original. Cuando se empezaba a trabajar en una red desconocida esto era muy difícil, ya que nunca se podía estar seguro de qué palabras utilizarían los desconocidos comunicantes, pero a medida que se iba recopilando material la tarea se facilitaba un poco.Considerando trozos de texto situados entre dos giros de la rueda central, se podía caracterizar el cifrado como si hubiera sido hecho con una Enigma de una sola rueda y un reflector fijo, es decir, que cambiase para cada uno de los trozos pero se mantuviera fijo dentro de ellos (pseudo-reflector). Knox disponía de Enigmas comerciales (tipo D) y por ello conocía el cableado de cada rueda. Para un mensaje concreto, sabiendo qué rueda ocupaba la posición rápida, y asumiendo que la suposición sobre la relación entre criptotexto y texto en claro era cierta para el trozo que se estaba estudiando, en teoría podía deducirse el resto del texto hasta el siguiente giro de la rueda media, utilizando solamente el conocimiento que se obtenía sobre la estructura del pseudo-reflector.La realización práctica requería elaborar una tabla de 26x26 que relacionaba las entradas-salidas fijas del “hueco rápido” (puesto que las ruedas podían ocupar cualquier posición eran los huecos los que tenían una velocidad característica) con las del pseudo-reflector (lado de dentro del hueco), es decir la tabla de los 26 alfabetos que generaba cada rueda en cada giro completo. En las ordenadas se situaban cada una de las 26 entradas-salidas del pseudo-reflector, en las abcisas las 26 posiciones posibles de la rueda. En las casillas se apuntaba la letra asociada por la rueda en esa posición a cada entrada/salida del pseudo-reflector.Esto permitía realizar razonamientos del siguiente tenor: si la rueda en la posición ‘n’ envía la corriente de la tecla A a la entrada 3 del pseudo-reflector y ésta sale por la N que creemos (por “la palabra probable”) que la rueda en esa misma posición conecta con la entrada 17 del pseudo-reflector, concluiremos que la entrada 3 y la salida 17 están conectadas y lo estarán necesariamente mientras no gire la rueda media. Para esa misma posición ‘n’ eso implica que si hubiéramos pulsado la tecla N se habría encendido la luz A. Pero si giramos la rueda una posición (o varias, adelante y atrás), como conocemos el cableado de ésta, sólo tenemos que mirar qué letras están ahora conectadas a las entradas/salidas 3 y 17 del pseudo-reflector para hallar una nueva pareja. Así es como extendemos la suposición que hemos hecho sobre A y N al resto del trozo de texto situado entre dos giros de la rueda media.Como quiera que había tres ruedas, el primer paso era determinar cuál era la que ocupaba la posición rápida cuando se codificó el mensaje, puesto que lógicamente para cada una existía una tabla diferente. Esto se hacía en parte mediante fuerza bruta, probando una tras otra si era compatible con la supuesta palabra en claro y el criptotexto conjeturalmente asociado. El hecho de que una letra nunca pudiera ser imagen de sí misma (la imagen de J no es J) y que el cifrado fuera recíproco (si J es la imagen de C, C es la imagen de J) y unívoco (si J es la imagen de C solo J puede ser la imagen de C) descartaba muchas posibilidades.El criptoanalista experimentado también podía sospechar la respuesta porque la muesca que inducía el giro de la rueda media estaba situada en puntos diferentes y además la circuitería de cada rueda tenía una huella característica, aunque ni mucho menos evidente, mientras se movía sobre las permutaciones fijas del pseudo-reflector. Estos dos efectos creaban patrones sutiles que orientaban la búsqueda si uno era capaz de reconocerlos y fiarse de su intuición.Una vez se habían asumido las inciertas certezas de que la palabra estaba en una determinada posición, y de que ésa era la rueda que estaba en el hueco rápido, empezaba realmente el trabajo duro. Armado con parejas de tiras de papel representando las filas de la tabla, el criptoanalista procedía a buscar prolongaciones de las coincidencias (cliks) en el resto del criptotexto, tratando de crear bosquejos de palabras coherentes. Si lo conseguía con una pareja significaba que las dos entradas/salidas del pseudo-reflector que representaban estaban efectivamente conectadas y usaba los caracteres en claro hallados como base para nuevas inducciones. Si no lo conseguía o encontraba una inconguencia (un “chirrido” en el argot) cambiaba una de las tiras y seguía probando. Recordemos que sólo funcionaba con el trozo de texto para el cual la rueda media no se movía (es decir, como máximo 26 caracteres) por lo que siempre había que estar vigilante para no rebasar ese límite, oculto en el revoltijo del criptotexto.Una vez se empezaba a sospechar que se estaba rebasando un punto de giro de la rueda media, se hacía necesario identificarla, para lo cual se organizaba una serie sistemática de pruebas que analizaba las diferencias entre el cifrado anterior y posterior al punto. Cuando la identificación era razonablemente positiva, se continuaba el trabajo con el nuevo trozo de criptotexto, incorporando los cambios ocurridos en el pseudo-reflector. Realizar todo este trabajo sobre textos en alemán o italiano requería un dominio extremo de estas dos lenguas, además de todo el resto de virtudes. El rodding es la cumbre de los sistemas de desciframiento manuales y se encuentra en el límite de lo humanamente posible.Pero con toda su complejidad, el rodding sólo era capaz de atacar Enigmas comerciales. Recordemos que la Enigma militar tenía un panel de conexionado que destruía la relación unívoca entre la primera rueda, el teclado y las luces, poniendo fuera del alcance del criptoanalista los patrones del lenguaje conservados en el criptotexto. Knox le explicó a Turing lo que Denniston y Sinclair se negaban a entender: el rodding era inútil contra la Enigma militar y era ocioso intentarlo, puesto que sólo muy de tarde en tarde y después de meses de trabajo ímprobo, se conseguiría algún pequeño éxito con quince o veinte caracteres que por casualidad no estuvieran afectados por el panel. Además, no disponían del cableado de las ruedas utilizadas en la Enigma militar por lo que ni siquiera eso era posible.Knox había intentado deducir el cableado de la Enigma militar pero, aparte de los problemas que causaba el panel, consideraba que había demostrado que el teclado y las luces estaban conectadas al hueco de la rueda rápida de forma diferente que en la Enigma comercial (QWERTZU...) y todos sus intentos de deducir cómo habían fracasado. Se ignoraban demasiadas cosas que sabiéndose no garantizaban nada, así que le aconsejó a Turing que se centrara en el rodding contra la marina italiana, la embajada sueca, los rebeldes españoles y todos los que utilizaban Enigmas comerciales tipo D pero que se olvidara del resto de sacas llenas de mensajes captados por las estaciones de intercepción y cifrados con la Enigma tipo I del ejército de tierra, que también era la usada por la aviación. De pasada, Knox le comentó a Turing que se había hablado de construir una máquina de descifrar, aunque no estaba claro cómo hacerlo.

Enigma XXIV

Mientras el SIS se instalaba en Bletchley Park, Chamberlain viajó a Munich, a decirle a Hitler que podía quedarse con la región de los Sudetes si no invadía nada más. Hitler aceptó y Chamberlain volvió a Londres, haciendo una rueda de prensa al pie del avión en la que agitó la hoja de papel con la firma de Hitler como muestra de la paz para toda una generación que había conseguido.Es dudoso que en caso de que Chamberlain no hubiese firmado, eso hubiese detenido a los alemanes y aún más dudoso que el ejército inglés hubiese podido hacer nada efectivo para impedirlo, ya que le era imposible proyectarse a tanta distancia, atravesando varios países para presentar batalla en la misma frontera de Alemania. Quizás planteado como una limitación práctica habría resultado menos doloroso que planteado como un trato, ya que Inglaterra estaba dejando que millones de personas cayeran bajo una dictadura que proclamaba su deseo de exterminarlos o esclavizarlos literalmente. Los criptógrafos en plantilla volvieron a Londres aliviados de que no hubiera guerra pero avergonzados por el método empleado para evitarla, mientras el ejército alemán invadía el norte de Checoslovaquia y procedía a su anexión...Los que -como Turing- habían sido reclutados hacía poco tiempo, fueron enviados de vuelta a sus ocupaciones civiles. Se les dijo que debían tener siempre una maleta preparada y viajar con un billete de diez libras en el bolsillo. En caso de que un desconocido se les aproximase, o recibieran una llamada telefónica o una carta o por cualquier medio se les hiciese llegar la frase “La tia Flo ha empeorado”, debían dirigirse de forma inmediata a Bletchley para incorporarse a sus puestos de combate. Un combate en el que por lo que parecía tenían todas las de perder, ya que la máquina Enigma usada por el ejército era indescifrable.Durante la primera mitad de 1939 la situación diplomática no dejó de empeorar y siguiendo órdenes de Sinclair, Denniston prosiguió sus rondas por las universidades. Los que aceptaban eran trasladados a Londres, donde se les impartía el mismo cursillo al que había asistido Turing, se les hacía firmar el Acta de Secretos Oficiales y eran devueltos a la vida civil a esperar noticias de la tía Flo.En Enero, en medio de la más estricta discrección, Denniston y Knox habían acudido a París para entrevistarse con Langer, de los servicios secretos polacos. La reunión fue un fracaso total. Los franceses se empeñaron en enseñarle rodding (que creían haber inventado ellos) a Knox, que no se molestó en ocultar su displicencia. Langer asistió a las discusiones y en palabras de Knox, “lo poco que habló fue para demostrar que era aún más ignorante en rodding que los franceses”. Se hace difícil concebir por qué Langer no reveló al menos una parte de su secreto. La cuestión es que Denniston y Knox volvieron a Londres diciendo que los polacos no sabían nada útil.En marzo de 1939, Chamberlain acusó a Hitler de incumplir el tratado de Munich, ya que acababa de invadir el resto de Checoslovaquia repartiéndosela con Hungría. Hitler respondió amenazando a Polonia si no le entregaba Danzig y le dejaba construir tres autopistas y una línea férrea a través del pasillo. Venía diciendo lo mismo desde hacía meses, pero esta vez acompañó las declaraciones con un desfile militar gigantesco para celebrar su cumpleaños. El gobierno polaco le contestó que sólo mediante la guerra les arrancaría esas concesiones. Inglaterra y Francia firmaron un pacto con Polonia e intentaron que se les uniera Rusia. En Agosto, Rusia y Alemania firmaron un pacto para repartirse Polonia.En BP una brigada de operarios aprestaban la mansión, mientras el CQ&GS volvía a ocuparla. A medida que los servicios secretos daban a más y más personas las malas noticias sobre la tía Flo, los “dones” -como se llamaba a los profesores universitarios- fueron aterrizando “como palomas mensajeras”, a decir de De Grey, el veterano de la Sala 40 que había descifrado el telegrama Zimmerman más de 20 años antes.El chef del Savoy había regresado y los criptógrafos paseaban por los jardines en el dorado final de ese segundo verano en la mansión. Por la tarde organizaban partidas de rounders, que es el verdadero antecedente del béisbol. Usaban como bate un palo de escoba y hacían gala de una gran deportividad, discutiendo con formalidad de debate académico las dudas del juego. “Yo creo que la pelota quedó más allá de la conífera”. “Pero fíjate que no ha llegado hasta la línea que forma con la caducifolia”. Los buenos tiempos del año anterior parecían haber regresado y la partida de caza del Capitán Ridley se disponía a disfrutar de otra falsa alarma, aunque esta vez todo el mundo estaba de acuerdo en que las nubes eran ciertamente mucho más negras.A medida que el pulso diplomático entre Alemania y Polonia se hacía más tenso, los criptoanalistas empezaron a hacer turnos nocturnos, que consistían en dormir en hamacas en la propia mansión en lugar de volver a sus alojamientos. A pesar de que todos los periódicos daban la invasión de Polonia como inminente, los criptoanalistas no veían en los mensajes interceptados signos evidentes de que estuviera tan cerca. De hecho no veían nada. Una mañana, Josh Cooper, responsable de los mensajes de la fuerza aérea alemana (aunque no podía entender ni uno) estaba desayunando con Menzies, mano derecha de Sinclair, en el comedor de Bletchley Park. Con una sonrisa, le preguntó “¿Una noche tranquila?”. Menzies le miró sombríamente y le contestó : “Ha habido fuertes combates durante toda la noche en la frontera polaca”. Alguien dijo, “Venderemos a los polacos como vendimos a los checos” y todo el mundo siguió desayunando en silencio, sumido en negros pensamientos. Era el primero de Septiembre de 1939.Chamberlain lanzó su ultimátum de tres días, Hitler lo ignoró y los criptógrafos escucharon por radio la alocución del primer ministro : “Es mi penoso deber informar que, habiendo expirado el ultimátum (dado a Alemania para que anuncie su retirada de Polonia) sin haber recibido noticia alguna de su gobierno, nos encontramos en guerra con ese país”. La hora había llegado, y a pesar de haber interceptado una inmensa cantidad de mensajes, no habían sido capaces de anticiparla ni en un minuto. No era un comienzo prometedor.
Enigma XXV
En Londres, el gobierno de Chamberlain estaba en apuros. Después de vender a la opinión pública durante tres años que existía una forma de evitar la guerra, ahora la enfrentaba a la dura realidad. Todas las renuncias a la ética y al amor propio realizadas durante esos años habían sido inútiles, y una vez despojadas de su supuesta efectividad resultaban penosas y vergonzantes. Los periódicos atacaban las decisiones que en su momento habían aplaudido y se acordaban de los austríacos y los checoslovacos, entregados inútilmente para apaciguar a la bestia, o nombraban la república española, donde Chamberlain había dejado intervenir a Hitler y Mussolini hasta el punto de que ésta se había tenido que volver hacia Stalin para encontrar alguna ayuda...El tres de Septiembre de 1939, el día de la alocución radiofónica, el Parlamento fue convocado para una sesión de urgencia esa misma tarde. Desde que había vuelto de Munich con su famoso papel, Chamberlain había estado soportando discursos de los partidos de oposición acusándole de haber traicionado todos los principios morales y éstos habían arreciado cuando Hitler invadió el resto de Checoslovaquia. Esa tarde, con la declaración de guerra sobre la mesa, era probable que el gobierno sufriese una embestida en toda regla o incluso una moción de censura puesto que ni en las filas de su partido se consideraba que Chamberlain pudiera seguir después de una serie tan garrafal de errores de cálculo. Pero en medio de su desesperación personal, seguía siendo un político y tenía en la manga una carta que jugar. Iba a ofrecer un ministerio a alguien de su partido que a pesar de eso también era su crítico más feroz.No era un personaje popular, y durante los muchos años que llevaba sin ser ni siquiera ministro, había aburrido a todo el mundo de su retórica grandilocuente, más propia de un personaje de Shakespeare que de un político moderno. Le habían oído defender la invasión de la Rusia bolchevique, pedir el estado de sitio durante una huelga general, preguntarse por qué el Gobernador General de la India recibía a un “abogado de tercera vestido de faquir” (con motivo de la visita a éste de Ghandi) y una innumerable colección de disparates más, que habían hecho recordar a todos las excentricidades “de su pobre padre”.Su “pobre padre”, como decían en voz baja en los clubs de Londres, había sido un populista de derechas cuya aportación a la política había sido darse cuenta de que el otorgamiento continuo a más y más personas del derecho de voto no implicaba que ganaría siempre la izquierda, porque las personas realmente pobres solían ser en esa época muy religiosas y conservadoras, por lo que podían ser usadas en las elecciones contra los intelectuales de clase media, que eran mucho menos numerosos. En su vida privada fue un playboy, que finalmente se casó con la “mujer más bella de Europa”, a decir de alguien tan poco dado al lirismo como Bismark.Después de una vida muy intensa, murió joven. A su muerte, su mujer decidió que el hijo pequeño -que nunca había despuntado en el colegio, sino más bien al contrario- se dedicaría a la política como su padre. Siguiendo el canon victoriano, inspirado en la lectura de los clásicos, el joven Winston fue enrolado en el ejército para conocer mundo y adquirir un pasado. Desde el primer momento le gustó la vida milita,r con sus largos periodos de inactividad que usaba para leer febrilmente todo lo que conseguía que le enviaran, desde “La Decadencia del Imperio Romano” de Gibbons hasta “El Origen de las Especies “de Darwin, pasando por Schopenauer, Malthus, Stuart Mill, manuales de política económica y la Historia Moral de Europa de Lecky, junto con las fuentes clásicas de la historiografía de las guerras napoleónicas: Fortescue, Oman y sobre todo Napier.Su madre era hasta cierto punto una persona influyente, ya que conocía a todos los políticos compañeros de su marido. Su labor incesante siempre estuvo destinada a que lo enviaran al centro de la acción en cuanto un solo tiro se disparase en algún rincón del Imperio. Después de participar en varias misiones que terminaron en victorias sin disparar un tiro, fue enviado dentro de un pequeñísimo ejército a sofocar una rebelión en la frontera noroeste del Raj (es decir, en la actual frontera de Pakistán con Afganistán), donde la posesión inglesa se diluía en una nube dispersa de clanes con diferentes grados de alianza entre sí y con el Imperio.En “La Frontera” (como se la llamaba habitualmente), habitaban los Pashtún, feroces jinetes, medio pastores medio bandoleros, que habían sembrado el terror en las rutas del Hindu Kush durante un milenio. Ahora habían decidido echar los dados una vez más para sacudirse el dominio de aquella reina que habitaba un país tan lejano que nadie sabía dónde estaba en realidad. Conocedores del abrupto terreno, y armados con las mismas armas que los ingleses (compradas de contrabando con dinero del Zar), dejaron de pagar el tributo. El Gobernador General de la India decidió darles un escarmiento inmediato, antes de que se propagase el ejemplo.El joven Winston estaba tan ansioso por entrar en combate que cabalgaba siempre una milla por delante de su batallón mientras se adentraban en los valles de las primeras estribaciones del Himalaya. Cuando ya casi llegaban a la zona de la insurrección, al ver a los guías que esperaban en una curva montados en sus caballos, cargó contra ellos con la pistola en la mano tomándolos por rebeldes. Fue recibido con grandes carcajadas, ya que su cabalgada impresionó poco a aquellos encallecidos mercenarios.Pero pronto aprendieron a respetarlo, viendo el valor y sangre fría que desplegaba en combate. Sus ojos siempre miraban al enemigo, anticipando sus movimientos con misteriosa precisión y leyendo el terreno como un veterano. Durante las acciones, los soldados que ocupaban las posiciones de vanguardia se acostumbraron a recibir sus visitas a caballo, con las balas de los pashtunes silbando a su alrededor, para indicarles erguido sobre la silla, a la manera de los generales de Wellington, una dirección de avance o una posición más fuerte a la que replegarse. Muchos días terminaba la jornada escribiendo a su madre largas cartas, en las que le contaba sus impresiones y el número de hombres que había matado. Sobre su desprecio al peligro durante los paseos a caballo le escribió : “Si una bala es lo que el Destino me tiene reservado, ¿qué forma más galante puede haber de recibirla?”En 1898 su madre consiguió que fuera enviado con la fuerza expedicionaria de Kitchener, el conquistador de Egipto, que partía de la estación Victoria para destruir el reino derviche en Sudán y tomar posesión para el Imperio. Los derviches eran un grupo de iluminados que había levantado un ejército de fanáticos suicidas cuya mayor hazaña había sido la toma de Khartum, capital de Sudán, donde trece años antes habían exterminado un ejército al mando del general Gordon. Desde entonces su reino a orillas del alto Nilo había bloqueado la comunicación entre Egipto y el Africa austral inglesa que, tras la derrota de los zulúes, iba desde El Cabo hasta la región de los Grandes Lagos donde nace ese río.Después de remontar el Nilo hasta las cataratas en barcos de paletas, en una marcha agotadora a través del desierto, alcanzaron las afueras de Ombdurmán. En Ombdurmán, prisión supuesta de uno de los protagonistas de “Las cuatro plumas”, el reino derviche tenía la tumba sagrada de su fundador y allí se aprestaban 60.000 seguidores de la secta a ganarse el paraíso, enviando ingleses a donde quiera que éstos fueran una vez muertos.Winston formaba parte de la caballería y realizaba tareas de reconocimiento donde su temeridad encontraba terreno abonado. Sin ir más lejos, la propia mañana de la batalla, Kitchener, que aún no le conocía más que de vista, tuvo que enviar a buscar varias veces al subteniente Churchill que se empeñaba en permanecer a pocos cientos de metros del enemigo. Aunque obedecía, al cabo de un rato ya volvía a estar en el mismo lugar. Sólo se retiró definitivamente cuando unos 20.000 derviches, gritando consignas y tocando tambores, corrían hacia él.Poco después, el 21 de Lanceros, su regimiento, participó un una acción durante la que se produjeron la mayor parte de bajas inglesas del día. Cuatro escuadrones en línea cargaron sobre un grupo de 300 derviches para despejar el flanco izquierdo, sin darse cuenta de que un cauce seco ocultaba a varios millares. Cuando los vieron, en lugar de retroceder, cargaron sobre ellos. Después de un choque extremadamente violento contra la masa de guerreros, se abrieron paso hasta el otro lado, formaron y cargaron otra vez en dirección contraria atravesándola nuevamente. Después bajaron del caballo y acribillaron con varias disciplinadas descargas de fusilería a los derviches supervivientes hasta tomar posesión del terreno. Churchill recordaría toda su vida con nostalgia el tintinear de los herrajes sobre el fondo atronador de los cascos durante la carga y la explosión de adrenalina cuando se defendía con sable y pistola de los derviches que intentaban alancear su caballo o tirarlo de la silla.Aparte de este momento de emoción la batalla fue una masacre sistemática en la que perecieron casi todos los indígenas (56.000). Los ingleses, muchísimo menos numerosos, formaron las mismas líneas rojas (esta vez caquis) que habían terminado con Napoleón en Waterloo setenta años antes. Incapaces de coordinarse unas con otras con precisión suficiente, para atacar desde dos lados a la vez, las oleadas de derviches nunca lograron caer sobre ellas desde ninguna otra dirección que no fuera la línea de fuego y nunca llegaron a tocarlas.Después de su primera campaña había escrito un libro sobre su experiencia y las circunstancias de la política inglesa en la zona, que fue muy bien recibido por su prosa elegante y su serenidad de juicio, insólita en una persona tan joven. Al volver a Londres desde el Sudán escribió un nuevo libro que tuvo aún más éxito y le abrió las páginas de los periódico,s que se peleaban cartera en mano por los artículos donde narraba sus aventuras en primera persona.Al igual que en el primer libro, en el segundo usaba un lenguaje muy mordaz para con el ejército. Criticó ácidamente a Kitchener por “su falta de caballerosidad” al haber rematado a todos los heridos indígenas en Ombdurmán y haber además profanado la tumba del fundador de la secta para llevar su cabeza a Londres, como venganza porque éste había cortado y conservado en aceite la de Gordon.Si su primer libro no había caído bien en los cuarteles, el segundo le reportó la hostilidad abierta del ejército, que decidió enviarlo a un puesto tranquilo en las calurosas llanuras de la India para que reflexionase sobre la disciplina. Este destino no gustó nada a Churchill, que empezó a pensar en dejar la vida militar para poder vivir aventuras, a las que ahora era un adicto. Además, en esa época los oficiales de caballería se pagaban el caballo y la manutención, por lo que le costaba dos fortunas seguir en los húsares: una la que gastaba y otra la que dejaba de ganar al no poder escribir más regularmente.En 1902, convencido por el director de un periódico que le hizo una oferta irresistible, renunció a su carrera militar y se fue de corresponsal a la guerra de los Boers que acababa de estallar. Un día, mientras viajaba como corresponsal en un tren blindado por el Transvaal, éste cayó en una emboscada. Churchill tomó el mando de los soldados que había a bordo y defendió un vagón descarrilado durante horas para cubrir la retirada del resto del tren. Capturado finalmente por los asaltantes, se fugó de la prisión cuando iba a ser fusilado por luchar sin uniforme. Logró salir del país boer llegando a Londres como un héroe. En la Estación Victoria le esperaba una multitud de periodistas y curiosos a la que relató su epopeya subido en una caja. La gente estaba electrizada mientras Churchill les hablaba con frases largas y equilibradas, mezclando sabiamente pasión y descripción.Con la ayuda de las portadas de la prensa, ahora era la persona más popular de Inglaterra, un personaje legendario de la talla de los Héctor y los Aquiles, tan queridos por los victorianos. En una guerra que estaba siendo un fracaso, ya que un puñado de granjeros asestaban golpe tras golpe a los hasta entonces invictos ejércitos ingleses, para la opinión pública Churchill representaba los verdaderos valores de Inglaterra mejor que los generales estúpidos que lanzaban a sus hombres a una desgracia tras otra. Todos recordaron que descendía por línea directa de Malborough, el más grande guerrero inglés.Le ofrecieron presentarse como diputado y aceptó, aunque sólo consiguió su escaño al segundo intento. En el parlamento destacó enseguida por su estilo, que combinaba eficazmente la pedagogía reposada con los finales contundentes. Partidario fanático de todas las causas a las que se apuntaba, fue nombrado ministro sin cartera en el primer gobierno Liberal, gracias a que se cambió de partido, dejando el Conservador, con el que había conseguido su escaño. Luego fue ministro del Interior, de Economía y finalmente de Marina en 1912 con sólo 37 años de edad.Allí pudo mostrar realmente su excelencia. Trabajador organizado e incansable, Churchill puso en pie la flota inglesa recorriendo todos los puertos y convirtiéndose en un experto en cualquier técnica implicada, desde la maniobra en combate hasta la fabricación de acorazados. La marina de guerra llevaba más de cuarenta años de evolución vertiginosa desde que se había botado el primer barco sin velas. En 1912, los motores de turbina, las aleaciones especiales y los nuevos diseños de cascos, habían dado lugar a acorazados que podían enviar cada minuto doce proyectiles de media tonelada más allá del horizonte mientras se desplazaban a la velocidad de una lancha de esquí acuático actual.Mucho de todo esto se debía al almirante Fisher, a quien Churchill nombró comandante de la flota a pesar de que su mal carácter le había enemistado con todo el mundo. Alemania por su parte tenía barcos con cañones más pequeños pero blindajes más resistentes y su flota era famosa por las ópticas tan perfectas que montaba, producto de la fábrica Carl Zeiss de Iena. Estaba intentado amenazar la supremacía naval británica gracias a su poderosa industria del acero y su proverbial habilidad para la ingeniería. Churchill y Fisher se aseguraron de que no lo consiguiera. Cuando estalló la Gran Guerra, los barcos alemanes permanecieron cuidadosamente en sus puertos para evitar el encuentro con la flota inglesa.Churchill sin embargo no se quedó quieto. En un gabinete de políticos profesionales, él y su viejo conocido Kitchener, que ahora era ministro de la Guerra, eran el alma de las decisiones militares. Después de cuatro semanas de ofensiva, los alemanes estaban barriendo Bélgica, a la vez que su tenaza envolvía a los franceses y amenazaba París. En Amberes el gobierno y el rey belgas consideraban la rendición, a pesar de que la ciudad parecía segura porque estaba fortificada con varios anillos de fuertes de hormigón. Churchill convenció al resto del gabinete para que le dejasen ir a persuadirles para que no se rindiesen.Al llegar a Amberes tomó el mando con el subterfugio de decir que pronto llegarían unos enormes refuerzos ingleses. De momento había hecho enviar dos brigadas de Royal Marines, que eran la única infantería que tenía bajo su mando. Durante una semana dirigió al ejército belga y a sus propios Marines contra los intentos alemanes de abrir brecha mediante bombardeo pesado con morteros gigantes transportados en vagones de tren. Un periodista italiano escribiría más tarde que asomando las narices desde un búnker había visto su silueta al descubierto “fumando un puro y mirando hacia el enemigo mientras estudiaba la situación bajo los silbidos de la metralla de las granadas que explotaban alrededor”. Londres no le dio refuerzos. Tampoco le dio -como pedía- el mando sobre todas las fuerzas inglesas en Bélgica, porque el grado con el que había abandonado el ejército era el de teniente y si se hubiese atendido su petición, habría mandado sobre varios generales.Al final Amberes resultó imposible de defender ante el ataque de un mortero concreto de calibre especialmente monstruoso, que destruía fuertes con paredes de cinco metros de grosor de un solo tiro. Los belgas decidieron rendirse en vista de que no aparecía refuerzo alguno, y Churchill escapó a Inglaterra. En cierto sentido había salvado al ejército inglés ,ya que la resistencia de Amberes una semana más de lo esperable le había permitido reagruparse en torno a Ypres, donde se atrincheró. Sin embargo, al llegar a Londres se encontró con la crítica de todo el mundo. Se le reprocharon las bajas de los Royal Marines y se le reprochó la locura de un ministro de Marina inglés metido a dirigir infantería extranjera. Unos pocos partidarios alabaron el espíritu “wellingtoniano” de su aventura. ¿Existía alguien más que pudiera convencer a un gobierno extranjero para que le entregase el mando de todas las operaciones militares? ¿Tenía el primer ministro Asquith el empuje que hace falta para ganar una guerra? ¿Y si Inglaterra seguía el consejo implícito de los belgas?Asquith recibió a Churchill en actitud de perdonarle “a pesar de todo”. Le confirmó generosamente en su puesto de ministro de Marina y le aconsejó que moderase sus impulsos ya que su carrera política peligraba si persistía en hacer excentricidades de ese calibre. Así que Churchill volvió a dedicarse a la marina.
Enigma XXVIGracias a la Sala 40, Churchill podía leer todos los mensajes enemigos. Se pasaba allí muchas horas de madrugada estudiando la información obtenida. Muchas cartas marinas, con localizaciones de barcos y submarinos enemigos, llevan comentarios con su firma, como prueba de que había estudiado el caso y recomendaba que se atendiera la localización como cierta. Ésa era su forma de mirar qué sucedía “al otro lado de la colina”, como contestó Wellington a un subordinado que le preguntó dónde estaban sus pensamientos un mediodía que miraba ensimismado hacia el monte de Azán desde Las Torres, al sur de Salamanca...
En Octubre de 1914, cuando la guerra rugía en Europa desde hacía tres meses, barcos alemanes, utilizando bases turcas, atacaron puertos rusos en el mar Negro, causando varias masacres de civiles. El gobierno inglés pidió que los barcos se retiraran, puesto que Rusia era una aliada de Inglaterra y, como los turcos no hicieron nada, les declararon la guerra. El mismo día, y para que no quedase todo en retórica, Churchill envió desde Chipre tres barcos a bombardear los fuertes en la boca del estrecho de los Dardanelos, que comunica el Mediterráneo con el mar Negro. Un tiro de fortuna cayó en el arsenal del fuerte más importante y todos sus cañones quedaron inutilizados. Los barcos se retiraron, puesto que sólo habían ido a hacer un gesto, pero en Londres quedó la idea de que esos fuertes eran vulnerables. Poco a poco, fue madurando el concepto de derrotar al Imperio Otomano y tomar a los Imperios Centrales por la retaguardia. Churchill se hizo entusiasta de la idea, ya que encajaba con su romanticismo conquistar Constantinopla, seguir la ruta de los Argonautas por la costa del mar Negro y remontar el valle del Danubio hacia Viena (aparte de quedarse con todas las posesiones del Imperio Turco).
Constantinopla estaba al otro lado de un pequeño mar, llamado Mar de Mármara. Para acceder a ese mar desde el Mediterráneo hay que recorrer un pasillo de agua de sólo un kilómetro de ancho y unos treinta de largo, llamado Estrecho de los Dardanelos. El plan de Churchill fue sugerido por el comandante sobre el terreno y era que una cortina de pequeños barcos quitara las innumerables minas que cerraban el pasillo mientras una flota de grandes acorazados se batía con los fuertes de las orillas para protegerlos. Churchill quería enviar tropas terrestres que desembarcaran por sorpresa y apoyaran a la flota, pero Kitchener le dijo que no hacían falta. El 16 de Febrero de 1915, una flota inglesa penetró en los estrechos, recibiendo fuego a bocajarro desde los dos lados y devolviéndolo con igual saña. Pronto se vio que los fuertes eran muy difíciles de destruir y que los dragaminas no podían trabajar correctamente bajo el fuego continuo. Varias minas olvidadas por la primera línea dañaron buques de la escolta y la flota se retiró. Dos intentos más cosecharon parecido resultado.
Perdido el factor sorpresa, Churchill desestimó los desembarcos y ordenó que se intentase otra vez un ataque puramente naval, esta vez con más medios y más sistemático ya que no era cuestión de ir deprisa sino de limpiar bien. Si se acumulaban barcos suficientes, la potencia de fuego sería tan brutal que las orillas quedarían planchadas. Desgraciadamente, sus subordinados y Fisher a la cabeza, no deseaban arriesgar sus queridos barcos en aquellos duelos a bocajarro en un canal lleno de minas. Le dijeron que era un disparate y que debían lanzarse desembarcos terrestres de forma inmediata para neutralizar los fuertes y sobre todo las baterías móviles, que cambiaban de emplazamiento cuando el fuego de los barcos empezaba a precisarlas.
El primer ministro Asquith y Kitchener estaban de acuerdo. Churchill al principio no lo aceptaba y pensó en dimitir. Finalmente se convirtió en un ardiente defensor del plan, en parte porque deseaba luchar en las llanuras que rodean Troya y desembarcar su infantería en el mismo lugar en que habían varado sus barcos los aqueos. Sin embargo Kitchener decidió desembarcar en el lado europeo, donde una estrecha península prometía una buena posición que defender, algo más fácil que conquistar toda el Asia Menor, como parecía ser el plan de Churchill.
Sería largo detallar los fallos innumerables de la operación provocados por la lentitud del ejército de tierra en desplegarse y la mala suerte que hizo que el desembarco crítico se hiciera en un lugar equivocado. que obligó a los soldados australianos a salir literalmente escalando desde una pequeña cala. Un coronel llamado Kemal Ataturk labró su fama tomando las alturas de la península objetivo y defendiéndolas hasta que fue reforzado. La operación se convirtió en una guerra de trincheras aún más desesperada que la de los campos europeos, porque el escenario era un laberinto de rocas batido por el viento y el sol. La infantería se desangró en cargas suicidas cuesta arriba entre los riscos implacables de la península de Gallipoli, sin alcanzar en toda la campaña los objetivos marcados para el primer día. Un nuevo desembarco en otro punto sufrió la misma suerte, porque fue ejecutado aún peor. En total, cayeron 300 000 soldados, en 6 meses de intentos vanos de progresar sin conseguir absolutamente nada.
Mientras el escándalo crecía en la opinión pública inglesa ante la masacre, los cenáculos políticos de Londres fueron elaborando un consenso sobre la culpabilidad de Churchill en el sangriento fracaso. Kitchener y Asquith vieron eso como la mejor forma de salir airosos. Fisher, que había tenido la idea, dimitió para eludir las culpas, diciendo que él quería retirar las tropas, y se fue a Escocia para eludir también a la prensa.
Cuando Churchill fue a presentar a Asquith el nombre del sustituto de Fisher, Asquith le dijo que el que estaba fuera era él. Los periódicos y los conservadores -que nunca le habían perdonado el cambio de partido- le atacaron con virulencia y saludaron su salida del gobierno, a la vez que deploraban que no se le hubiese echado por su locura de Amberes. Se formó una comisión parlamentaria de investigación en la que estaban sus peores enemigos y cuyo objetivo específico era crucificarle.
En medio del desprecio de todo el mundo y de la ira de la opinión pública, Asquith le ofreció un retiro dorado y una buena pensión. Churchill pidió que le enviasen como general de División a Francia. Sorprendentemente Kitchener aceptó, aunque sólo le concedió el rango de Teniente Coronel al mando de un batallón. Churchill se puso el uniforme y partió hacia el frente, entre las sonrisas de burla tanto de sus compañeros del partido liberal como de los conservadores. Esta vez su madre estaba horrorizada y trató de convencerle para que no lo hiciera.
Al llegar fue acogido con una cierta desconfianza por los veteranos, aunque ésta desapareció al anunciar que pensaba dormir en un refugio en primera línea. Hizo un discurso declarando la guerra a las pulgas y se lanzó a estudiar las trincheras de su sector, ordenando cambios de configuración y nuevos emplazamientos para las ametralladoras, que el ojo crítico de los soldados juzgó mucho mejores que los actuales. En pocos meses era el oficial más popular desde Suiza hasta el mar.
Los soldados adoraban su forma de despreciar el peligro. Cuando sonaba un mortero de trinchera, miraba hacia las líneas alemanas hasta que veía la bala volando, calculaba el lugar de impacto y apartaba a los soldados del lugar antes de tirarse al suelo. En la tierra de nadie se movía como en su casa y señalaba los cráteres nuevos a los centinelas, ara indicarles que podían ser un buen refugio para una descubierta o un peligro potencial de infiltración del enemigo. Tenía instinto para buscar los lugares de sombra de las ametralladoras enemigas y cualquiera que estuviese con él sabía que tendría una opción razonable de salir vivo.
Muchas noches, en una pequeña granja medio derruida, invitaba a Oporto a sus subordinados, mientras intentaban jugar a cartas con el polvo cayendo del techo en cada explosión. Nunca sufrió ni un rasguño, aunque una vez un trozo de metralla destrozó un candil que sostenía en su mano y otra vez, en que se había ausentado de su puesto, un obús destruyó completamente el refugio, cayendo a un metro escaso de donde él había estado sentado veinte minutos antes. A pesar de todo, se daba cuenta que aquella guerra era otra masacre sin esperanza y que seguía vivo porque en su sector no había grandes ofensivas. Sus cartas de esa época reflejan tristeza por la vida de los soldados, siempre pendiente de un hilo. Escribió a su mujer que “no importan los planes que hagamos porque el Destino escoge dónde va a caer el siguiente obús. Al fin y al cabo en la guerra sólo se puede morir una vez, mientras que en política se muere muchas”.
En Londres, la comisión parlamentaria sobre los Dardanelos avanzaba en sus trabajos, tejiendo una red de culpabilidad a su alrededor. Su mujer y los pocos amigos que le quedaban le instaban a volver y consideraban que había decidido suicidarse. Cuando llevaba seis meses en el frente, sus subordinados empezaron a enfadarse porque no le ascendían. Él se encogía de hombros y les decía que “no era su ambición mandar a nadie más que a los mejores”, puesto que ni siquiera allí le faltaba retórica. En visitas esporádicas a la retaguardia vio cómo vivían los generales en medio del lujo y rodeados de mapas. Cada vez que alguien le preguntó -y de hecho incluso sin que lo hicieran- dijo que la infantería no podía cruzar la tierra de nadie y que tantos como se enviasen tantos morirían. En la ofensiva del Somme murieron 50 000 la primera tarde y 600 000 en apenas un mes sin lograr nada destacable.
Durante un permiso en Londres cambió súbitamente de idea. Su deber era impedir que todos aquellos hombres murieran como conejos y quitar la guerra de las manos de incompetentes pomposos que jamás podrían conseguir nada más que un sangriento empate o una dolorosa derrota. Habló con Kitchener y le dijo que quería la baja del servicio porque quería volver al Parlamento, donde aún conservaba su escaño. Kitchener no pudo negarse y al día siguiente Churchill se presentó en Wetminster con su sombrero de copa. Durante las semanas siguientes, en discursos atronadores criticó toda la organización de la guerra, desde la política de ascensos que relegaba a los que luchaban en el barro frente a los que vivían en los “chateaus”, hasta la organización de los ataques frontales en masa, que convertían en carne picada a divisiones enteras a cambio de cuarenta metros de avance. Abogó por algún tipo de “medio mecánico que ponga la ciencia al servicio de la victoria” y concretamente habló de “pequeños acorazados” sobre orugas que cruzasen invulnerables la tierra de nadie en grupos enormes para conseguir la añorada ruptura. Todo el tiempo libre lo dedicaba a preparar su defensa contra la comisión de los Dardanelos, mediante un ataque frontal y sin cuartel a Asquith y Kitchener.
Asquith le había dicho que al irse a las trincheras había cometido un suicidio político y que ya no importaba lo que hiciera a partir de ese momento. Churchill sin embargo había reunido una enorme evidencia documental sobre lo que realmente había pasado en los Dardanelos y estaba ávido por tener a Kitchener en el punto de mira y apretar el gatillo. Pero cuando todo Londres se preparaba para la memorable sesión en la que Churchill le habría sin duda destrozado, Kitchener se ahogó en un barco de guerra que chocó con una mina. En medio del duelo se suspendió la sesión. La comisión parlamentaria anunció que se disolvería por respeto a los muertos. Tuvo que ser Churchill el que insistiera en que debían presentar su informe y estudiar toda la documentación que había preparado. La evidencia en esa documentación era tan irrebatible que, cuando se publicaron las conclusiones, seguían más o menos las tesis de Churchill, pero lo hacían de una forma tan neutra que sólo unos pocos entendieron que era una rectificación. Su reputación pública apenas mejoró.
Churchill se retiró del primer plano y se dedicó a la pintura, para la que resultó estar bastante bien dotado para ser un simple amateur sin más ambición que la de pensar en otra cosa. Poco a poco su nombre se fue olvidando. Al cabo de dos años y ante el desastre catastrófico que estaba siendo la guerra, el gobierno de Asquith cayó y un antiguo compañero de Churchill en el partido Liberal, Lloyd George, formó un gobierno de coalición. Estuvo humillando a Churchill durante semanas tentándole con puestos que luego no le ofrecía y al final le dio un cargo menor como Ministro de Armamento, sin derecho a participar en las reuniones secretas del gabinete de Guerra. Churchill no protestó sino que se volcó en su trabajo, que le permitía continuas visitas al frente, donde tenía costumbre de llegar hasta la primera línea. Consiguió que se fabricaran tanques en gran cantidad, aunque no logró que se usaran de la forma correcta. Sus comentarios sobre la deficiente dirección de la guerra hicieron que un general le dijera: “Usted fabrique las municiones y no se meta en cómo las usamos”.
Después de la guerra, Churchill formó parte de algunos gobiernos más, pero su actitud disidente y combativa le había creado demasiados enemigos. Cuando un general Ruso Blanco que él había dicho que debía ser apoyado sufrió una gran derrota, los fantasmas de Amberes y los Dardanelos flotaron sobre su cabeza. Su estrella se fue apagando y finalmente dejaron de ofrecerle ministerios. Se cambió otra vez de partido y se convirtió en un solitario, que desde las últimas filas del parlamento clamaba por causas que nadie compartía. La segunda mitad de los años 30 la dedicó a insultar a Hitler y a exigir un comportamiento agresivo con Alemania, pero como siempre había pedido un comportamiento agresivo en todos los casos, nadie le dio mayor importancia. Pronto se jubilaría y quedarían libres de sus jeremiadas. Probablemente eso mismo pensaba él.
Pero en Septiembre de 1939 Chamberlain necesitaba un golpe de efecto para salvar su gobierno. Desde la conquista por Hitler del resto de Checoslovaquia una parte de la prensa había estado rememorando la ajada leyenda de Churchill y estableciendo el hecho cierto de que ningún político era más experto en guerras que él. Chamberlain, decían, era un hábil estratega de despachos, pero su malicia no podía competir con la brutalidad de Hitler. Así que Chamberlain llamó a Churchill y le dijo que le nombraría ministro de Marina otra vez, 23 años después de su deshonrosa destitución. De esa forma neutralizaba su crítico más feroz, a la vez que demostraba su voluntad de luchar. Churchill no especuló ni maniobró, sino que se puso a sus órdenes al momento. Esa noche, el Almirantazgo, para mostrar su júbilo, envió cablegramas a todos los barcos de la flota con el mensaje “Winston ha vuelto”. Volvían los buenos viejos tiempos.
Pero los tiempos habían cambiado mucho. A los pocas semanas de su nombramiento, Churchill visitó la base principal de la flota en Scapa Flor, donde a pesar de estar ya en guerra le dijeron que si todo iba bien tardarían seis meses más en estar en orden de batalla. No le gustó ver los barcos que él había mandado construir, porque ahora eran muy viejos al cabo de tantos años. Veinte años de desarme habían dejado su huella y la larga depresión económica aún había empeorado las cosas. Él también se sintió viejo en medio de tantas caras nuevas o viendo las de sus antiguos conocidos llenas de arrugas. Todo era como una revisitación del comienzo de la Gran Guerra, pero con esa sutil diferencia que convierte los sueños en pesadillas. En 1914 una flota perfectamente preparada y municionada miraba el futuro con optimismo. Ahora algo ominoso flotaba en el ambiente, mientras Churchill paseaba por los muelles y las cubiertas llenas de óxido. Sobrecogido por la sensación de catástrofe, Churchill dijo al despedirse: “Los próximos días van a ser de gran peligro”.
Dos días después, el 14 de Octubre, tuvo que volver a Scapa Flow porque un submarino alemán se había infiltrado en la base hundiendo el Royal Oak, un acorazado de 30 000 Tm botado en 1916. Aquel barco había sido en su tiempo un orgullo para la marina inglesa y ahora era una vieja carraca hundida sin haber tenido oportunidad ni de salir del puerto. Recibió las noticias en su despacho con lágrimas en los ojos mientras musitaba “Pobres chicos, atrapados en esa oscuridad”. ¿Qué broma amarga del Destino era aquella que le obligaba a repetir la parte más gloriosa de su vida, pero esta vez como tragedia? ¿Por qué no le habían dejado cumplir con su deber cuando podía y no ahora que apenas sí era un viejo gruñón? ¿Le echarían otra vez del gobierno a patadas como chivo expiatorio de ese primer revés?

Enigma XXVII

La declaración formal de guerra produjo el colapso final en la débil organización del GC&CS. El día tres de Septiembre de 1939 una multitud abigarrada de catedráticos y estudiantes de postgrado vagaba por la mansión dándose empujones. Nigel de Grey anotó en su diario que más que un regimiento recibiendo reclutas aquello parecía el primer día de colegio en un parvulario. Por las esquinas del antiguo comedor de la mansión, los recién llegados repasaban diccionarios de italiano y alemán a la espera de algo mejor que hacer, siempre procurando no levantarse de la silla, porque no había ni la mitad de las necesarias...
Sin embargo, algunos de los que estaban llegando sí que sabían lo que tenían entre manos. Frank Birch había estado en la Sala 40 y era un buen amigo de Knox. Era un hombre bajo y calvo que después de la guerra había compaginado una carrera académica con un gran exito como actor de comedia en los teatros de Londres. Había sido nombrado responsable de la subsección naval alemana y desde el primer día logró organizar un pequeño grupo que funcionaba de forma eficiente en una esquina de la antigua biblioteca. Aunque no podían leer los mensajes codificados con Enigma, sí que podían leer otros y llevaban un registro de las últimas posiciones conocidas de cada barco alemán, que envíaban periódicamente por teléfono al Almirantazgo.
Birch tenía además un gran don de gentes, que le permitía servir de enlace entre los veteranos y los recién llegados. Durante las primeras semanas de la guerra, un grupo solía reunirse cada noche para jugar al billar y beber cerveza en el pub Duncombe Arms. Asistían el propio Birch, Knox, De Grey y todos los que estaban alojados en las cercanías. Uno de los que se hizo habitual era un treintañero, bigotudo y fumador en pipa llamado Gordon Whelchman, profesor de matemáticas en el Sidney Susex College de Cambridge.
Whelchman se había incoporado el día 5 y fue dirigido a un edificio en la parte trasera de la mansión conocido como La Granja. Este edificio era la antigua casa del cochero y estaba situada consecuentemente junto a los establos. Cuando abrió la puerta vió a John Jeffreys, del Downing College, a quien conocía bien por haber socializado en Cambridge. Éste le presentó a los otros dos: Dyllwin Knox, del King’s College, y Alan Turing, también del King’s. Knox le dijo que debía estudiar los “indicadores” de todos los mensajes interceptados y clasificarlos. Le explicó rápidamente que el indicador era un trozo al principio del mensaje en el que se detallaba la estación de radio que lo enviaba, la que debía recibirlo, fecha y hora del original, una indicación de si estaba completo o era una parte, el número de caracteres y las indicaciones necesarias para descifrarlo que, como sabemos, en el caso de Enigma eran dos grupos de tres letras. Le comentó que los mensajes no se podían descifrar, pero que era importante que averiguase qué información se podía extraer de estos indicadores, que se enviaban en claro. Knox ordenó a su ayudante Kendrix, también cojo como él y que solía vestir pantalones llenos de quemaduras de ceniza, que le acompañase al edificio conocido como La Escuela, situado a media milla de la mansión. Sin más le despidió y el grupo siguió con sus misteriosas deliberaciones.
La Escuela era el colegio Elmers, que había sido confiscado ante los problemas de espacio en la mansión. A causa del desorden reinante, los primeros días Kendrix y Whelchman estaban solos en el edificio, que además sólo disponía de mobiliario infantil. Whelchman agradecía la hora de la comida, en la que podía ir a la mansión, así como las noches en el Duncombe, para aliviarse de tanta y tan incómoda soledad. Pero las horas que se pasó allí, frente a la pila amorfa de documentos recién llegados de las estaciones de intercepción, resultaron extremadamente fructíferas.
Cuando un operador de una estación de intercepción captaba un mensaje enemigo, procedía a rellenar a mano una pequeña ficha, en la que indicaba la fecha y hora de la escucha y la frecuencia de transmisión en Kilociclos. Debajo estaba el cuerpo del mensaje, también a mano y en muchos casos con lagunas donde se había perdido durante unos segundos la señal. Los primeros caracteres del cuerpo del mensaje eran el indicador y allí aprendió a distinguir los caracteres que nombraban las estaciones de envío y recepción implicadas. Parecía como si hubiera cientos de estaciones, pero que cada día trabajaran unas diferentes.
De su experiencia en investigación matemática antes de la guerra había sacado la conclusión de que, cuando uno no sabía qué hacer, lo mejor era empezar a trabajar sin pensar, así que él y Kendrix se lanzaron a elaborar listas interminables de mensajes que compartían estación de recepción o envío, detallando las frecuencias de intercepción. Al cabo de unos días Kendrix le dijo que le habían transferido a otra sección y se despidió, dejándole solo. Whelchman siguió por su cuenta. Muy pronto se dio cuenta de que las mismas estaciones emitían con diferentes nombres según el día. El estudio sistemático de mensajes rutinarios enviados a horas fijas le permitió identificar todos los nombres que cada estación podía usar, y pensó que debían seguir algún procedimiento para elegirlo cada mañana. En solo unos días tenía tan claros los patrones de transmisión que podía prever la frecuencia y horario de una gran parte de los mensajes.
Hay que hacer notar que era un estudio completamente abstracto y que, como no podía leer el cuerpo de los mensajes, no sabía si el que enviaba uno determinado era una regimiento acorazado o una cantina militar. Sin embargo sí que podía visualizar la topología de las redes alemanas, que mostraba claramente tres estructuras separadas, formadas por conjuntos de estaciones que sólo se comunicaban entre sí. Buscó por el colegio y encontró una caja de lápices de colores para marcar los mensajes pertenecientes a cada red con una línea roja, verde o azul. Cada color representaba una red, pero también un uso común de claves sobre Enigma. A las pocas semanas de trabajo ya tenía clasificados e indexados todos los mensajes antiguos y cada mañana hacía lo mismo con los que llegaban. Conocía las estaciones al dedillo y sabía cuáles eran principales y cuáles secundarias, así como las frecuencias y horarios favoritos de cada una.
Travis, el segundo de Denniston, tenía noticia de los progresos fulminantes de Whelchman y estaba muy contento de que alguien hubiese encontrado la forma de clasificar los mensajes a gran escala y con tanto detalle, puesto que uno de los problemas que tenía era la avalancha de mensajes, que llegaban desde las estaciones de intercepción a centenares. Whelchman tenía algunas quejas sobre la recepción, porque las operadoras a veces confundían los indicadores de una forma que demostraba falta de familiaridad con su estructura. Creía que una explicación clara sobre el tema mejoraría mucho la recepción, así que le pidió que le dejara visitar la estación de intercepción de la que venían los mensajes. Travis se mostró entusiasmado pero le ordenó la máxima discreción, ya que se debía trabajar sobre el principio de que cada uno sólo supiera lo imprescindible para hacer su parte del trabajo.
Al día siguiente Whelchman salió de su hotel en dirección sur, en un coche del servicio secreto conducido por un chófer y con otro agente en el asiento del acompañante. Era su primer día de ocio desde que había llegado a Bletchley Park y se dispuso a disfrutar de un viaje que duraría varias horas. Cruzaron el Támesis aguas abajo de Londres, cerca de donde Conrad situó el comienzo de su novela "Lord Jim". Se dirigían a Chatham, famosa por sus astilleros, que habían abastecido de barcos a la Marina inglesa desde tiempo inmemorial.
En el siglo XVIII, durante la guerra en la que Inglaterra arrebató definitivamente a Holanda el dominio del comercio mundial, una pequeña flota holandesa había remontado el río Medway a través de los bancos de cieno, y después de incendiar los astilleros se había retirado sin una sola baja. Después de este episodio se procedió a construir y reparar docenas de fuertes, para proteger la zona tanto de una incursión como de un desembarco en fuerza para tomar la llanura al sur de Londres. Durante siglos, los fuertes se fueron construyendo, ampliando o abandonando según los vaivenes de la guerra y la paz en Europa.
A mediados del siglo XIX, a causa de un incidente en África por la posesión del poblado de Fashoda, pareció que se iría a la guerra contra Francia, con la consiguiente tanda de construcciones y remodelaciones. Bridgewoods fue uno de los últimos que se construyó. En esos años, se empezaba a volver al patrón de construcción de fuertes conocido desde el Renacimiento como “traza italiana”, abandonando el manierismo hipergeometrista en que había degenerado durante el siglo XVIII. Se trataba de fuertes poligonales de paredes inclinadas, con una gran plaza central que permitía abastecer de munición a todo el perímetro y maniobrar para reforzar los puntos amenazados.
El toque de modernidad en Bridgewood eran unos bastiones experimentales mucho más bajos y abiertos por detrás. Pero antes de que se terminara, se firmó la paz y se dejó tal como estaba. Welchman contempló el aspecto poco airoso de las gruesas murallas distribuidas aparentemente al azar y los terraplenes desgastados por la lluvia, a medio camino entre Vauban y un atrincheramiento de la Gran Guerra, todo ello abandonado durante cincuenta años a su suerte.
Después de un breve intercambio con los centinelas, el coche cruzó varias series de bastiones medio derruidos y entraron en el patio central, donde se alzaba un bosque de antenas convenientemente protegidas de miradas indiscretas. Se detuvo frente a uno de los edificios adosados a los lados, donde le recibió el Comandante Ellingworth, muy contento de que alguien se dignara visitarle. Hasta ese momento, había estado metiendo los mensajes en sacas sin tener ni idea de a dónde iban. La visita le indicaba que era un trabajo importante y que el celo con el que lo estaban llevando a cabo estaba justificado, aunque sobre el destino geográfico de los mensajes ni le hablaron ni preguntó.
Ellingworth mostró a Whelchman las antenas, que tenían diferentes formas según la longitud de onda para la que habían sido construidas. Whelchman le preguntó el alcance que tenían y Ellingworth le contestó que podían captar mensajes de todo el planeta. La onda corta rebota en las capas altas de la atmósfera y permite recibir ondas de radio de las antípodas. Amplificar una señal débil no es en sí ningún problema, pero como la estática también se amplifica, si la señal es débil apenas se puede distinguir del ruido de fondo sin mucha práctica y buen oído.
En unos barracones se alineaban de cara a la pared una docena de operadoras con pesados auriculares. Con una mano escribían y con la otra manejaban el sintonizador. La frecuencia varía un poco con la distancia y las condiciones atmosféricas, por lo que más que basarse en ésta para identificar a las estaciones alemanas, se basaban en su conocimiento de los horarios y sobre todo de la forma de teclear morse de cada operador alemán. Esto les permitía seguirlos aunque a veces se superpusieran dos en la misma frecuencia por la deriva. Whelchman escuchó sus explicaciones y comprobó sus listas de recepción, constatando que algunas frecuencias marcadas como diferentes por él eran en realidad la misma, pero recibida con distintos corrimientos según el dia. Se dio cuenta de que el patrón era más sencillo de lo que pensaba y la previsión más fácil, máxime cuando las operadoras podían estar seguras de que era la estación correcta gracias a la “firma” de cada operador. Este sistema tenía el inconveniente de que las operadoras tendían a centrarse en las redes que conocían, a pesar que todas habían oído otros mensajes y pensaban que podía haber más redes.
Después se reunió otra vez con Ellingworth y acordaron algunos cambios en el procedimiento. Como los mensajes no se podían decodificar y los indicadores eran lo importante, estos últimos se enviarían por télex lo más rápido posible, mientras que no se enviarían las sacas hasta que hubiese una gran cantidad que justificase un camión. Cada día se enviaría un registro completo de todas, que serviría de índice y comprobación. Cada mañana, cuando recibiera los indicadores, Whelchman identificaría las estaciones y llamaría por teléfono para coordinar las escuchas prioritarias del día. Las operadoras tendrían estaciones fijas asignadas y algunas escuchas de las redes conocidas se sacrificarían para poder buscar nuevas redes. Mientras volvía a Bletchley Park a través de la noche, la mente de Whelchman diseñaba un plan a gran escala de recepción, clasificación e interpretación de toda la información que podían ofrecer los indicadores.
Gracias a las exploraciones de las operadoras de Chatham se descubrieron dos nuevas redes, que empezó a marcar con los colores marrón y naranja. Cada día enviaba un informe a la mansión, junto con un cuadro sinóptico de horas, frecuencias y estaciones. Con la gran cantidad de mensajes era un trabajo agotador. Travis tenía en gran estima su trabajo y le puso una ayudante, Patricia Newman, a la que pronto se sumó Peggy Taylor, con lo que el colegio pareció menos solitario. Esto también le dejó un poco de tiempo libre, que casi sin querer dedicó a estudiar el problema de Enigma como tal, aparte del análisis de tráfico en que se había concentrado hasta entonces.

Enigma XXVIII

En esto estaba cuando se presentó Josh Cooper, de la sección aérea. Era un hombre alto y muy amanerado, que llevaba en el servicio desde mediados de los años 20, cuando fue reclutado por su amigo Knox. Compartía con este último los momentos de ausencia, en los que estaba tan concentrado que apenas sí se daba cuenta de lo que hacía, cosa que le acarreaba situaciones embarazosas.
Un día, por ejemplo, estaba tomando una taza de té dentro de la mansión y tuvo una idea. Mientras le daba vueltas, salió al jardín y se alejó. Llegó hasta el lago y allí alguien le hizo notar que tenía una taza vacía en la mano, de la que seguía bebiendo sorbos. Cooper se sobresaltó como un sonámbulo despertado a destiempo, miró la taza y, sin encontrar ninguna forma mejor de reaccionar, la arrojó al lago. Abochornado aún más por un gesto tan absurdo, se alejó a grandes zancadas.
Cooper tenía motivos para abstraerse, ya que intentaba resolver mensajes de la Enigma militar usada por el ejército del aire alemán a base de rodding, y desde luego no tenía las cosas fáciles...
Con gran circunspección, Cooper le dijo que le acompañara a la mansión, donde le enseñaría algo. Una vez allí, le dejó acceder a una sala en la que había unos mensajes decodificados, sin decirle de dónde los habían sacado. Sí que comentó que provenían de una fuente sobre el terreno, y que a pesar de disponer de las parejas cifrado-texto en claro, esto no había hecho avanzar el método de descifrado ni aumentado su efectividad.
Whelchman se pasó varias horas estudiándolos, hasta que le invitaron a irse. Aunque no sabía mucho alemán, sacó dos conclusiones importantes. La primera fue que los alemanes eran muy ceremoniosos y siempre se dirigían unos a otros con los títulos completos de cada uno mediante fórmulas muy estereotipadas. Por tanto se podían sacar conclusiones de que ciertas palabras estarían en el texto si se había identificado al receptor, lo cual facilitaba ataques de “la palabra probable”. La segunda fue que siendo en su mayoría mensajes rutinarios, cada uno de ellos aportaba poca información, pero todos juntos permitían conocer el funcionamiento de cada unidad y de todas las fuerzas alemanas al detalle, de hecho con el mismo detalle que los mandos alemanes en sus cuarteles generales. Esos mensajes en concreto parecían antiguos, de tiempos de paz, pero no veía razón por la que las conclusiones no pudieran aplicarse también ahora.
Sería estimulante suponer que le especialidad de Whelchman en investigación de álgebras geométricas influyó en su aproximación inductiva al problema. En lugar de comenzar a aplicar la teoría de grupos, como había sido el reflejo de todos los matemáticos hasta ese momento, prefirió husmear por las configuraciones de Enigma con lo que los psicoanalistas llaman “curiosidad flotante”, es deci,r fijarse en lo que llama la atención sin concentrarse en nada predeterminado hasta estar seguro de que se va a morder algo sólido. Había una tipología muy llamativa, que después se llamó “de las hembras” como aliteración inglesa de la expresión usada originalmente por los polacos. Como Cooper le había dicho, los alemanes repetían la clave dos veces en el indicador, por lo que la primera letra y la cuarta, la segunda y la quinta y la tercera y la sexta, representaban la misma letra en claro. A veces estas letras eran iguales, es decir que el producto de la codificación de una letra determinada daba dos veces la misma letra en dos configuraciones de Enigma separadas por tres posiciones. Tras un mes y medio viendo indicadores sabía que no era una configuración insólita, pero tampoco tan habitual como para no fijarse cuando se veía una. Whelchman se interrogó sobre la probabilidad de ocurrencia de las hembras.
Una vez colocadas las ruedas, todas las posiciones de Enigma son consecutivas. Enigma es un sistema de codificación polialfabético, que para cada posición de las ruedas dispone de 17.576 alfabetos consecutivos. Para que se dé un resultado hembra hace falta que dos de estos alfabetos, separados entre sí por tres posiciones, compartan una pareja de transposiciones, es decir que los dos conviertan p.ej. la R en J. Esto es una limitación muy fuerte y Whelchman pensó que era una forma de identificar tanto el grupo de alfabetos usado (es decir la posición de las ruedas en los huecos) como el punto exacto en la sucesión de éstos en la que se había codificado la clave. Se interrogó sobre hasta qué punto eso era algo característico que facilitara el trabajo.
¿Cuál es la probabilidad de que dos alfabetos compartan alguna transposición? La probabilidad de cada transposición es 1/25, ya que cada letra puede estar asociada con cualquiera de las otras 25. Por causa del reflector, si A da G en un alfabeto, en ese mismo alfabeto G dará A, así que existen 13 transposiciones por alfabeto. Por tanto la probabilidad de que en dos alfabetos haya la misma transposición es de 13/25, o sea, más o menos ½. ¿Cuál es la probabilidad de que metamos justamente la letra que comparten? Es 1/13, ya que nuevamente la simetría de Enigma hace que si dos alfabetos dan un resultado hembra para una letra que se entre, también lo den si se introduce como entrada la letra cifrada que corresponde a ésta. Así que la probabilidad de que la primera y la cuarta letras sean la misma es 13/25 multiplicado por 1/13, es decir 1/25. Como la clave tiene tres letras, tenemos tres oportunidades y por tanto la probabilidad de obtener una hembra es de 3/25, aproximadamente un mensaje de cada ocho, más o menos lo que le indicaba su experiencia.
Lo que acababa de demostrar era que cada hembra sólo permitía descartar la mitad de los alfabetos de Enigma, por lo que la criba de posibilidades no había sido muy grande. Sin embargo se dio cuenta con estupefacción de que si dos alfabetos separados por tres posiciones daban una hembra, lo harían también (aunque con otras letras) aunque las letras en claro estuviesen afectadas por conectores del panel. Whelchman estaba muy sorprendido de haber encontrado algo no afectado por el maléfico panel, ya que esto dividía el problema por 200 billones. No olvidemos que el panel era lo que impedía el rodding de Knox, y que esto lo rodeaba de un cierto aura de invencibilidad.
Pero había encontrado algo más que eso. Muy pronto, y en medio de una gran agitación, Whelchman concluyó que la aplicación de cribas sucesivas, cada una producto de una hembra en un mensaje diferente, eliminaría sucesivamente ½, 3/4, 7/8, 15/16, 31/32, etc... Es decir que los cien mensajes que fácilmente podía reunir en un día cualquiera, producirían 12 hembras de cada clave, que -todas juntas- reducirían las pruebas necesarias a 17.576/4.096. La conclusión era devastadora: si encontraba una forma de hacer el análisis deprisa, sólo harían falta 4 pruebas para cada una de las 60 posiciones de las ruedas. O sea, 240 pruebas al día en el peor de los casos para leer todo el tráfico alemán de esa red, en lugar de los miles de millones que se suponían necesarias. Por muchas vueltas que le dio al razonamiento, en medio de su propia incredulidad, no encontró ningún fallo.
Con un premio de ese tamaño al alcance, Whelchman afiló su lapiz y se aprestó a analizar todas las alternativas posibles para realizar la criba de mensajes con las hembras de una forma rápida, lo cual no estaba claro que fuese posible. “Quizás ese sea el fallo -pensó-. Quizás no sea posible analizarlas todas más que una por una”. Pero Whelchman tenía el espíritu y la constancia de los matemáticos acostumbrados a golpear paredes durante meses a la espera que caiga un ladrillo que permita desmontarlas, o a navegar sobre kilómetros de pizarras por bosques de ecuaciones tratando de despejar y eliminar algún conjunto de términos recalcitrante. Empezó a mostrar los síntomas de Knox y Cooper, vagando abstraido por el jardín para apuntar de pronto frenéticamente algo en una libreta que sacaba del bolsillo.
El problema era almacenar las hembras para poder compararlas de forma fácil. Como queremos utilizar las hembras cualesquiera que sea la letra, no hace falta que guardemos esa información. Tenemos por tanto cuatro dimensiones para caracterizar una ocurrencia: la posición de las ruedas en los tres huecos y la posición inicial de cada una de ellas. Si hacemos un análisis separado de cada posición en los huecos, lo cual parece impecable pues en eso se ha basado todo el razonamiento hasta aquí, sólo quedan tres. Podemos tomar hojas de papel y llamar a cada una como cada una de las 26 posiciones iniciales de la rueda lenta. En las dos dimensiones que quedan representamos una cuadrícula, que en las abcisas tenga las posiciones de la rueda media y las ordenadas de la rueda rápida. Podemos marcar las posiciones hembras con una cruz.
Desgraciadamente no conocemos la configuración de anillo de la rueda lenta, por lo que deberíamos hacer 26 juegos, uno para cada posición de los anillos de dicha rueda. Pero como las configuraciones de anillo sólo enmascaran la verdadera posición de la rueda, las 676 hojas resultantes serían en realidad 26 hojas repetidas 26 veces, así que basta con tener eso en cuenta y usar 26 veces con diferentes valores para representar las 26 posiciones que el anillo puede tener para cada posición de la llanta.
En algún momento tuvo ese “eureka” que es el sueño dorado de su profesión, ese momento en que las brumas se despejan de pronto y el resultado resplandece. Si en lugar de cruces hacemos un agujero, si ponemos las hojas unas encima de las otras separadas entre sí por la distancia que determinan las letras de los anillos enviadas en claro, al ir añadiendo hojas irán desapareciendo agujeros, puesto que sólo algunas posiciones serán compatibles con las hembras que han aparecido. Si la configuración de anillos de la rueda lenta que estamos probando no es correcta, todos los agujeros desaparecerán y pasaremos a la siguiente. Normalmente doce hojas serán suficientes. Tal y como había demostrado, para cada configuración de las ruedas en los huecos sólo cuatro configuraciones de anillo serían posibles. Probando una vez para cada una de las 60 formas de poner las ruedas en los huecos quedarían 240 posiciones de los anillos para probar. Algo al alcance, y después de lo cual ya tenemos la configuración de anillos correcta. Sólo queda usarla para saber las claves y todos los mensajes del enemigo están en nuestra mano con sólo dar las claves a una legión de operadores, armados cada uno con una réplica de Enigma.
Nuevamente repasó todo febrilmente en su mesa porque ahora sí que le aterrorizaba estar equivocado. Cuando ya no sabía cómo mirarlo, se levantó y corrió más que anduvo hasta la granja junto a la mansión en la que estaba el grupo de Dilly Knox. Knox le escuchó un rato y luego montó en cólera. ¿Quién le había dicho que hiciera eso? Había otras personas haciéndolo y desde luego que habían llegado a las mismas conclusiones. Para su información, quizás le interesaría saber que se estaban perforando hojas en ese mismo momento. ¿Por qué no hacía el favor de volver a su trabajo y comportarse de una forma disciplinada?
Por mucho que Whelchman le dio vueltas al tema no encontró justificación a la actitud de Knox. Incluso el más recalcitrante egocéntrico se habría sentido halagado de poder mostrar que lo había descubierto antes. ¿A qué venía enfadarse? Y si lo que le preocupaba era que no quería compartirlo con Whelchman por motivos de seguridad, ¿qué podía ser más absurdo que confirmarle a gritos que era verdad? Habría sido más normal llevarle a pasear un momento y pedirle discreción. Había algo raro en la forma de reaccionar de Knox que impidió que Whelchman se ofendiera. Y además, ¿de dónde había sacado Knox el cableado de las ruedas para poder componer las tablas?
El secreto que explicaba aquel comportamiento era una reunión a la que había asistido Knox, junto con Denniston y Bertrand pocas semanas antes. La reunión había tenido lugar en Cabati, junto al bosque de Pyri y a pocos kilómetros de Varsovia, en la sede del BS4 polaco.

Enigma XXIX

Langer les dio la bienvenida y les explicó que los polacos conocían al detalle los planes alemanes. Sabían con certeza que les atacarían antes de 60 días. Podían incluso nombrar las unidades que participarían y el grado de preparación de cada una. No estaban asustados, porque pensaban que podrían resistir hasta que los franceses e ingleses les reforzaran. Los tres países iban a luchar juntos contra Alemania y la iban a derrotar.
Por ello había llegado la hora de la sinceridad. Iba a mostrarles un arma secreta muy poderosa que ahora podrían usar también sus dos aliados. Ante la estupefacción de los presentes, Langer les dijo que conocían el cableado de Enigma y además podían descifrarla con mucha facilidad. A continuación les mostró las instalaciones y los métodos que habían estado usando. Pidió excusas por haberles engañado en la reunión de París y brindó por la nueva colaboración. Finalmente les explicó el problema logístico que tenían para fabricar más Bombas y les ofreció trabajar en equipo...
Knox estaba muy sorprendido. Cuando le presentaron a Rejewski, le preguntó directamente por la conexión entre el primer hueco y el teclado. No conocer eso es lo que le había convencido de que no podía deducir el cableado. Rejewski le dijo que los alemanes nunca habrían introducido codificación ahí porque, en su forma de ver las cosas, eso no formaba parte del dispositivo de cifrado. Una vez habían descartado -al igual que Knox- el cableado original de la Enigma comercial, los polacos habían probado el siguiente más sencillo y había resultado ser ése. Las conexiones estaban hechas siguiendo el orden alfabético en la dirección de las agujas del reloj. Aclarado este punto, le explicó todo el resto del método usado para conseguir el cableado, aunque la ignorancia matemática de Knox le impidió seguirlo con soltura.
Según explicaría Denniston a los pocos que estaban en el secreto, en el coche que les conduciría de vuelta al aeropuerto, Knox cantaba celebrando que ya tenían el conexionado del teclado a las ruedas. Esto era un poco absurdo, porque en el portaequipaje tenían una réplica de Enigma, pero para la forma de ver las cosas de Knox, ésa era la única revelación. Probablemente consideraba que podría haber deducido el cableado por su cuenta, sin trucos matemáticos. La verdad es que no se puede descartar, porque el genio de Knox no era algo común. En cualquier caso no lo había conseguido y el hecho de pensar que era capaz sólo servía para mortificarlo aún más.
Una cierta sensación de ridículo, ante él mismo y ante sus colegas, fue naciendo en Knox a medida que se dio cuenta de que lo que le habían dicho ya no le servía para nada. Además la revelación era una tontería, puesto que cualquiera que hubiese probado alguna combinación habría probado ésa la primera. Era como una adivinanza del tipo “¿cuántos huevos pone un gallo a la semana?”. Existen fuentes que afirman que la configuración le había sido sugerida a Knox, pero que él la había descartado diciendo que nadie era tan imbécil como para hacer algo así. Ahora ya era demasiado tarde. Sólo quedaba aplicar los métodos desesperantemente laboriosos inventados por los polacos. De artista del lenguaje, había sido súbitamente degradado a instrumento de un método inventado por otros.
Cuando Whelchman se presentó con sus ideas, Knox terminó de estallar. Ahora parecía que cualquiera excepto él podía inventar métodos para descifrar Enigma. Nada menos que el novato al que había echado del grupo se presentaba con la misma solución que Zygalski le había explicado y que él debería haber encontrado años antes, si no se hubiera detenido por un juicio estúpido sobre la psicología de los constructores de Enigma.
El pensamiento de Whelchman sin embargo no podía concentrarse en encontrar alguna racionalidad al enfado de Knox. Su atención se desviaba al hecho de que, aunque fuera de la forma más estrafalaria posible, éste había confirmado que Enigma se podía descifrar. Al volver al colegio estaba anonadado por la enormidad de lo que sabía. Todo era cierto; el doble indicador era un agujero de verdad y existía un método para romper la clave cada mañana. Podrían leer miles de mensajes. Imaginó el télex vomitando papel mientras las sacas se amontonaban por el suelo y los mensajes eran descifrados a mansalva. Pero su mente organizada y práctica no lograba visualizar cómo él y sus dos ayudantes hacían todo eso. Lo que le mostraba más bien era cómo se volvían locos tratando de aplicar las hojas a todos a todos a la vez, descifrándolos a velocidad de vértigo, entre gente entrando y saliendo que pedían a gritos informes sobre batallas en curso. Lo que vio fue un caos insoportable, que terminaría con un colapso mientras las sacas les enterraban vivos. Poder hacerlo no era hacerlo. Saber cocinar no es lo mismo que alimentar a un regimiento. Y desde luego, intentar alimentar un regimiento con tres cocineros y un hornillo era un camino al desastre seguro.
Sentado en su pupitre infantil, escribió un largo informe en el que explicaba el funcionamiento de una estación de descifrado a gran escala. Sin decir lo que sabía, partió de la hipótesis de “si algún día fuera posible”. En primer lugar, hacía falta un grupo de personas que gestionara la relación con las estaciones de intercepción y estuviera en contacto continuo con los oficiales de cada turno para dirigir las escuchas. Después haría falta un registro dedicado a analizar los indicadores y clasificarlos por redes (Roja, Azul, etc...) ya que cada una era una unidad funcional independiente, con sus propias claves diarias. Los errores en la asignación de red a los mensajes podían embozar el proceso de hallar las claves durante horas, ya que se estarían usando datos erróneos y se taparían agujeros verdaderos. También era necesario un grupo numeroso dedicado a usar las hojas para hallar las claves, antes de que cambiasen y mientras la información a obtener valiese algo. A continuación, era necesario un gran número de máquinas Enigma, para descifrar cientos de mensajes al día. Finalmente, alguien debía leerlos y resumir la información para enviarla a los diferentes destinatarios, puesto que sólo sería útil la información de un movimiento a los generales que estuvieran implicados en la lucha en ese punto.
Whelchman describió con detalle todo el funcionamiento de tres turnos de ocho horas trabajando a pleno rendimiento y calculó el numero de mensajes que se podrían tratar, dependiendo de la dimensión de la operación. Lo imaginaba como una pequeña fábrica y estudió todos los procedimientos y la documentación auxiliar que se requería para su funcionamiento. Cuando terminó fue a ver a Travis, que aprobó con entusiasmo el plan y le puso al cargo de su desarrollo. También le comunicó que se estaban haciendo esfuerzos para aumentar las estaciones de escucha, aunque había bastantes problemas ya que todas las armas rehuían dedicar recursos a eso.
Antes de la compra por Sinclair de la mansión, se recordará que ésta iba a ser destinada a la construcción de viviendas. A la cabeza del pool de inversores estaba Mr. Faulkner, un constructor local que había pensado edificar una gran urbanización -en la que su propia casa sería la más grande- a orillas del lago original que pensaba conservar. Faulkner se había contratado a sí mismo como constructor y estaba a punto de demoler la mansión cuando Sinclair contactó con él. Después de la compra, y a petición de éste, pavimentó con cemento el camino principal e instaló una nueva acometida de agua de gran calibre. Y así se convirtió en el contratista oficial de BP, realizando toda la reforma previa a la instalación allí del SIS. En la torre que coronaba la mansión habilitó la pequeña sala en la que estaban los depósitos, para que sirviera de estación de radio, tirando un cable como antena desde la ventana hasta un gran árbol cercano.
A principios de diciembre de 1939, cuando tuvo lugar la reunión entre Travis y Whelchman, Faulkner estaba construyendo una serie de cobertizos con una disposición bastante caótica. Las obras se ejecutaban a la carrera y Faulkner, él sí un gran aficionado a la caza, hasta que terminó la temporada las visitaba cada tarde, vestido a la manera inglesa para cazar el zorro. Los cobertizos se construían sobre paredes bajas de ladrillo, completadas junto con el suelo y los techos en madera de pino del Canadá. Para que fueran impermeables, les colocaba unos tejados del material que se haría popular en España con el nombre de Uralita. Unas estufas de minero tenían que calentarlos.
El primero que se terminó fue el 1, al que se trasladó por breve tiempo la estación de radio, cuyos operadores estaban hartos de las estrecheces de la sala de depósitos de agua. El 2 y el 3 se juntaron, convirtiéndose en el 3, donde debían ir los agentes de inteligencia que interpretaban los mensajes. El 4 estaba pegado a la mansión y tenía que ser ocupado por la Sección Naval. Como hacía falta mucho espacio, se hizo más grande eliminando el 5, que era contiguo. Whelchman y Travis decidieron que la nueva organización se instalaría en el cobertizo 6 -que estaba junto al 3- y que se abrirían dos ventanas conectadas por un pequeño túnel para que pudieran pasarse las cajas con los mensajes descifrados, dando inmediatamente instrucciones a Faulkner para que procediese a la modificación.
Como la organización del GC&CS era tan secreta, no tenía asignación de mobiliario, a diferencia del resto de ramas del gobierno que lo solicitaban a una oficina central. Green era el oficial encargado de conseguir el mobiliario para los cobertizos, pero sus peticiones chocaban con el escepticismo de los intendentes, que no veían claro qué departamento era el que hacía la petición, ni cuál era la necesidad de aquellas cantidades de sillas y mesas en medio de una guerra. Green alquiló un par de camiones y se dirigió a Londres. Paró los camiones frente a unas dependencias del gobierno que sabía que estaban en desuso y simplemente cargó los camiones hasta los topes, volviendo triunfante a la mansión con el botín. Meses después aún sonreía, pensando en el caos administrativo que aquella desaparición debía haber provocado en los inventarios de los burócratas.
Mientras se completaban los cobertizos, Whelchman y Travis procedieron a reclutar todo el personal necesario. John Colman, un científico de profesión, fue puesto al cargo de la Oficina de Intercepción que coordinaría las estaciones Y de intercepción con BP. Stuart Milner-Barry y Hugh Alexander eran dos campeones de ajedrez, que al empezar la guerra estaban disputando un torneo en Argentina. Ambos eran matemáticos, pero trabajaban para empresas bancarias en Londres. Abandonaron rápidamente sus trabajos para acudir a la llamada de Whelchman. Éste contactó también con los más brillantes de entre sus antiguos alumnos, y entre ellos con el joven genio John Herivel. En pocos días dos docenas de las mentes más preclaras de Cambridge y las universidades escocesas habían sido reclutados. Se dio la circunstancia de que muchos de ellos estaban siendo contactados por el canal regular, y las maniobras de acaparamiento de Whelchman provocaron gran nímero de quejas, hasta el punto de que se estableció un servició de personal para que en el futuro se repartiera éste con más equidad.
Para llevar a cabo la decodificación, se adquirieron gran cantidad de máquinas Type-X, que era la versión inglesa de las máquinas de rotores, y se modificaron para simular Enigmas. El equipo de Whelchman lo completaría el propio Jeffreys que en cuanto terminara de perforar las hojas quedaría al cargo de la Sala de los Montones de Hojas, que debía encontrar la clave cada mañana. Como se ha dicho, el túnel que conectaba los cobertizos 3 y 6 permitiría pasar los mensajes a los oficiales de inteligencia, por lo que la organización de Whelchman no necesitaba hacer esa parte del trabajo.
A medida que se acercaba la navidad, todo el mundo fue instalándose en los cobertizos y empezó a experimentar su poca habitabilidad. La estufa de minero casi no calentaba y si se tiraba más leña de la prudente, un humo espeso invadía el cobertizo, por lo que se hacía necesario abrir las ventanas. Ese invierno sería uno de los más fríos del siglo, y se hizo normal trabajar con guantes y abrigos dentro de los cobertizos. El almirante Sinclair, que ya estaba gravemente enfermo, no dejó de temblar durante una visita que hizo. Les dijo que el dinero se había acabado y que tendrían que seguir así hasta la primavera por lo menos. Esa visita sería su último contacto con su obra, ya que falleció poco después.
Se celebró una cena de Nochebuena en la mansión, en la que todos se pusieron sombreros de papel y silbaron espanta-suegras que se habían fabricado. A pesar de que pusieron buen ánimo y el ambiente fue muy cálido, las cosas seguían yendo rematadamente mal. Las hojas de Zygalski no funcionaban, a pesar de que la perforación estaba terminada. Sólo Peter Twin, un matemático que trabajaba ahora en el grupo de Knox, había decodificado algunos mensajes, pero haciendo servir claves enviadas por los polacos desde París. En medio de la noche helada cantaron villancicos, haciendo uso de ese rasgo inglés tan marcado de comportarse de forma ligera y jovial cuando lo que uno quiere es llorar.
Después de conquistar Polonia y esclavizar a sus habitantes, los alemanes habían dado por terminada la campaña de 1939. Ahora, un pequeño cuerpo expedicionario inglés esperaba la primavera junto a los franceses en las fronteras belga y alemana de Francia. Al otro lado de la frontera se preparaba para la siguiente campaña la terrorífica máquina de guerra que había pulverizado a los polacos en una semana. Todo el mundo sabía que más pronto que tarde los alemanes atacarían a Francia e Inglaterra, que al fin y al cabo le habían declarado la guerra unilateralmente. En ese año que iba a empezar, 1940, una vez más lucharían las dos mitades del imperio de Carlomagno, sobre el barro de Flandes y en las orillas del Rhin.

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